Querido diario:
Y a ti, ¿qué es lo que más te gusta de la Navidad?
Recuerdo que cuando era niña, muy chiquita, lo que más me gustaba de la Navidad era su magia. Todo me parecía mágico, como si las luces, el árbol, las velas, los adornos, las piñatas y cada cosa fueran parte de un encantamiento. No era sólo esperar que bajo el arbolito aparecieran la mañana del 25, los regalos que había pedido a Santaclós, sino sentir un ambiente distinto, esperanzador y alegre.
Especialmente cuando al caer el sol, el 24 de diciembre, empezábamos a poner la mesa y llegaban los tíos, los primos, los abuelos y, entre risas y canciones, esperábamos a que se hiciera más noche para cenar delicioso, reír de las mismas bromas, escuchar las mismas canciones y las mismas historias, pero, sobre todo, desearnos felicidad.
Me encantaban esas noches, mucha música y conversación, todos con algo qué decir. Supongo que buena parte de mi gusto por contar historias se lo debo a esas pláticas interminables. Tenía un tío encantador que siempre ponía sus discos con música del año del caldo y cantaba con más alegría que armonía, a veces bailábamos y siempre, a la hora estelar, sobre una mesa bien puesta compartíamos una cena amorosamente preparada. Todos hacíamos lo que nos tocaba para que la fiesta fuera disfrutable.
Ya muy noche, después de la sobremesa, los niños caíamos rendidos, suficientemente cansados para dormir como piedras y despertar sobresaltados apenas salía el sol, a desenvolver los regalos que nos esperaban a los pies del árbol, mientras mamá y papá se quitaban las lagañas, nos tomaban fotos y comenzaban a prepararse para el recalentado. Lo disfrutaba mucho.
Supongo que así es con los niños. La disfrutan más porque entienden la Navidad como un acto de fe, más que como una tradición. La capacidad de creer es muy poderosa, especialmente en un niño. Para ellos, la verdad no es lo que ven y les consta, sino todo aquello en que confían y eso eran para mí esas fechas: confianza.
Supongo que por eso, cada una de nuestras pequeñas costumbres me parecían mágicas. Era una época que me gustaba vivir despacio. Experimentaba con emoción cada momento: desde las primeras luces de la iluminación de la ciudad, las posadas, las piñatas, las colaciones, los villancicos, los peregrinos, las luces de bengala, la carta a Santaclós, los planes para la Nochebuena, el encuentro sonriente de todos mis seres queridos, hasta la llegada de mis regalos.
Todos me parecían sucesos verdaderamente sobrenaturales, explicables sólo por lo grande del acontecimiento que se celebra. ¡Magia pura!
Con el paso del tiempo dejas de creer. Un adulto respetable no cree en la magia. Entiendes que Santaclós es un cuento adorable y la fecha una oportunidad para celebrar nuestra fe y compartir con la familia. No deja de ser importante, pero sí deja de ser milagroso.
Yo he pasado algunas Nochebuenas maravillosas y otras grises. Las de mi infancia las recuerdo así, espléndidas. Cuando en mi casa las cosas empezaron a ponerse difíciles, también las Navidades cambiaron. Mi relación con mi mamá fue descomponiéndose hasta que, a media adolescencia, decidí irme de casa.
Mi primera Navidad recién escapada la pasé trabajando en casa de uno doctor y su esposa (la familia Memelovsky). Ya señores grandes. A pesar de mi circunstancia, también la disfruté mucho. No seas mal pensado, trabajé ayudando con la cena, todavía me faltaban algunos tropezones para meterme a puta.
Ya cuando di ese paso, mis Navidades fueron de claroscuros. Algunas Nochebuenas trabajé. En ocasiones, con señores solitarios que por cuestiones de chamba o de la vida, les había llegado la fecha sin alguien con quien compartirla y decidieron llamarme para que les diera su “Nochebuena” en la cama de algún motel.
Una vez, El Hada nos mandó a la fiesta de una empresa grande. Era 23 de diciembre y querían celebrar que les había ido de maravilla ese año. Era una reunión privada, sólo de los meros jefes, aun así había bastante gente, prácticamente puros señores de mucha lana divirtiéndose a lo grande. Había de todo: chupe, comida, música, chef, meseros, un tipo vestido de Santaclós que sacaba de su costal regalos caros que repartía al azar entre los invitados y, desde luego, nosotras, las chicas de El Hada preparadas alegremente para ser la cereza del pastel.
Cada chica atendía a un cliente, ya entrada la noche, en cada rincón de esa bonita casa había alguna pareja haciendo el amor. A mí me tocó atender a un señor como de sesenta y tantos años. Muy amable conmigo todo el tiempo, pero cuando llegó el momento de meternos a una habitación, él prefirió seguir conversando, sobre su familia, sus hijos, sus nietos, la fiesta que le esperaba el 24. Me recordó muchísimo al doctor de mi primera Navidad fuera de casa, recordé también las Nochebuenas con mi gente. No tuvimos sexo, pero sí una noche estupenda.
A la mañana siguiente le hablé a mi abuela. Era hora de comenzar a reconstruir un puente con mi familia, la de esas noches maravillosas e interminables, de dejar que trabajara el perdón y el olvido. No hay nada que valga más que eso. Si tienes una familia, si tienes con quién, esta Nochebuena sonríe, comparte y asegúrate de hacer que la magia viva, puedes buscarla en tus recuerdos, pero seguramente la encontrarás cuando hurgues en tu corazón.
Continuará…
Lulú Petite