Querido diario: Conozco a un Godínez. Es su apellido de verdad. No le da coraje que sus conocidos lo usen a diestra y siniestra para referirse a él, pues así se llama. Podrían decirle Alejandro, que es su nombre de pila, pero no. Prefieren Godínez, porque así lo diferencian de otro Alejandro que trabaja en la misma oficina y llegó antes que él. Así que ni modo. Es Godínez por acta de nacimiento, por bautismo y por oficio, así que, con ese apellido y karma, lo tengo anotado en mi lista de contactos.
Es que verás. Él, además de Godínez de apellido, es un Godínez de oficina. Neta. Tiene toda la pinta. La primera vez que pagó por mis servicios, se apareció en el cinco letras con todo el look de recién extirpado de su escritorio, pantalones de pinza y una camisa blanca con una pequeña, pero coqueta manchita de salsa verde a un lado de la botonadura. Lo imaginé entre muchos otros oficinistas, pululando en torno a un garrafón, zampándose el almuerzo con lonchera, cuidando no manchar la corbata. Desde entonces nos habíamos visto tres veces durante este año. Hoy fue la cuarta.
Esta tarde me habló al teléfono con una historia distinta. Yo estaba de lo más cómoda en el sofá de mi casa, haciéndole zapping a la tele. La puse en mute y atendí.
—Me ascendieron, Lulú —dijo entusiasmado.
Le dije a qué hora y en qué motel podíamos vernos, respondió “sale” y colgó. Así de exprés. Tenía apenas tiempo suficiente para prepararme, así que apagué la tele, aventé el control remoto y me arreglé para mi cita.
Un rato después estaba en la habitación con Godínez, ayudándolo a quitarse la corbata. La papadita lo hacía lucir más hinchado de lo que realmente era.
—Yo no soy fitness, sino más bien fatness— dijo bromeando, mientras sobaba su pancita.
Pero la verdad es que no es gordo, sino como esos hombres gruesos que igual se ven bien y hasta tienen cualidades atléticas. Godínez tiene buenas piernas, por ejemplo, y unos brazos muy varoniles. Es alto y me encanta la virilidad que irradia.
Cuando lo tuve de pecho desnudo frente a mí, lo abracé y lo felicité por el ascenso. Él se quitó las gafas y las colocó sobre la mesa de noche, junto a los condones y el lubricante que yo había dispuesto al llegar. Estaba bastante motivado debajo del ecuador. Acaricié su pene con mis muslos. Él me rodeó con sus brazos y me atrajo más hacia sí. Su cuerpo se fundía con el mío en un instante de cálido magnetismo. Me miró fijamente a los ojos y me besó apasionadamente. Sus labios gruesos cubrieron los míos. Mi lengua encontró a la suya y entonces empezamos a restregarnos con más desparpajo. Lo fui besando por el cuello hacia abajo, tocando su pecho, sus brazos. Le decía extasiada que lo deseaba y que me gustaba lo rico que era tenerlo tan cerca. Entonces no hablé más. Le puse el condón con la boca y le hice el mejor sexo oral que se haya imaginado. Le hice circulitos en la cabeza del chile, le lamí de costado, las bolas, la ingle. Lo hice sin pensar, agarrando grandes bocanadas de su pene hinchado en mi paladar, lo más hondo que podía dentro de mi garganta. Podía sentir sus caricias en mis hombros, en mi cabeza, en mi rostro.
De pronto me hizo ponerme de pie.
—Quítate los zapatos —pidió—. Lentamente.
Obedecí sin dejar de mirarlo con la intensidad que exigía el momento. La luz tenue de la habitación lo definía como una sombra imponente. Sus rasgos de oficinista se habían desdibujado y solamente quedaba de él la silueta de una bestia sexual. Nos acercamos mutuamente. Sus manos recorrieron mi vientre y terminaron en mi monte de venus. Sus dedos estaban húmedos y sentía que me quemaban por dentro. Suspiré y gemí tomando su cuello. Mi piel se erizó y mi cuerpo entero temblaba ante su tacto gentil. Lo quería todo y lo quería ya.
Me dejé tumbar sobre la cama. Su peso se acopló a mis formas. Las hirvientes palmas de sus manos acariciaron mis curvas, como si las definieran. Plasmó su boca en mi cuello, hundió el rostro en mi cabello y naufragó en las olas ondulantes, en el aroma dulce y excitante que emiten mis poros. Se puso el globito. Yo abrí las piernas y esperé que empezara a taladrarme. Muy diligente, como todo Godínez, se fajó en mi cadera, aferrándose a mi piel, a mis senos dispuestos. Sus labios rozaron mis pezones. Yo agarré sus cabellos, ahogué mis dedos entre sus rizos. Sentí el embate, sentí el corrientazo. Sentí que me partía en dos, a merced de su agarre, de su vigor y de sus gruñidos. El sudor nos escurría por el pecho. Dimos vueltas por la cama. Al final me afincó en el colchón y me lo hizo a su manera. Se corrió como si lo exprimieran.
Antes de despedirse se puso las gafas y me contó lo del ascenso. Le faltaba un buen tramo para dejar la vida Godínez, pero al menos tendría un poco más de lana para disfrutar. Al fin y al cabo, así siga ascendiendo, sea director general, dueño o se saque la lotería y deje la oficina, seguiría siendo un Godínez… al menos de nacimiento.
Un beso, Lulú Petite