Querido diario: —Te amo —me dijo Miguel. Me quedé callada por un par de segundos, suficientes para que rematara el arponazo con una pregunta a quemarropa:
—¿Quieres casarte conmigo? —preguntó.
¡Carajo! Hice lo que tenía que hacer. Bajé la cara, miré sus manos envolviendo las mías e hice una pausa antes de responder. Volví a levantar la cara, apreté los ojos y medité el tono con el que pronunciaría mi respuesta. Dije que no.
Imaginé que se desataría un tifón de despecho y que tendría que aguantarme un huracán, pero no fue así. Miguel era un sepulcro de emociones. Sabía esconder sus sentimientos a fondo, tanto los buenos como los malos. Me ahorré justificaciones elaboradas: simplemente no era el momento. Era feliz a su lado, pero no estaba dispuesta a apurar las cosas y sacrificar mi autonomía y mi vida hecha a la medida. Por ahora, necesito estar como estoy. Tal cual.
—¿Así de simple? —preguntó.
Caramba. Estaba dolido. No quería hacerle daño, pero es mejor de esa manera. Franca.
—Así de simple —dije.
Concretado el tema, se puso de pie y me dio un abrazo duro y largo. Olí el aroma en su cuello, el perfume que le regalé en diciembre mezclado con su aroma particular. Sentía como si me hubieran dado un martillazo en el corazón. Lo acompañé hasta la sala y abrí la puerta.
—Nos vemos luego —dije al salir al pasillo.
—Claro —dijo.
Entonces, lo vi bajar las escaleras como si fuera desprendiéndose de sus recuerdos conmigo.
Cerré la puerta y me escondí en mi habitación. La noche se tragó al día. No encendí luces y dejé que las sombras se apoderaran de las paredes. Había sido un día bonito. Sé que nos la pasamos bien. Lástima que precipitara así las cosas. Me levanté, encendí mi computadora, la luz de mi habitación y comencé a escribir. Me perdí en internet hasta que me venció el sueño.
Hoy sonó el teléfono. Pensé que sería Miguel, pero no. Dudé y lo dejé repicar. No tenía ganas de trabajar, pero finalmente hay que seguir, punto. Me tembló el pulso, pero finalmente atendí.
Era un cliente que atiendo desde hace algún tiempo. Es escritor y quería verme en un hotel de Polanco. Sabe que no atiendo allí, pero con él hago excepciones. Nos conocemos desde que trabajaba en la agencia y nos tenemos cariño, las concesiones así están bien ganadas.
Nos vimos en el lobby y subimos juntos a la habitación. Me gusta él y también me gusta lo que escribe. Siempre he admirado la forma en que algunas personas reviven con palabras ciertas cosas, cómo las codifican para convertirlas en ideas, mensajes, en algo más profundo.
De plano, empezamos a desvestirnos. Él es guapo y tiene un cuerpo bastante apetecible, nada coincidente con el perfil de ratón de biblioteca con el que a veces se relaciona a las personas de letras. Sin más prólogos, pasamos a lo que nos atañía. Le quité la ropa interior con la boca y tomé la pluma entre sus piernas con las dos manos.
Sonrió y entonces empecé a frotársela para que se pusiera más dura. La encajé entre mis senos y lo masturbé para calentar. Luego pasamos a la acción verdadera, a describir la trama. Su lengua era gruesa y carnosa. Exploraba con pericia rincones de mi cuerpo que estallaban en sensibilidad. Mi piel se erizó cuando mordisqueó mis pezones, el bordecito de mis orejas, la piel de mis hombros. Me mojé todita y sentí que su entrepierna se fundía con un tibio ardor en la mía. Acabamos estrepitosamente, tapándonos las bocas para no gritar las dos veces que lo hicimos. Así logré despejar todos los escombros del día anterior que comenzaban a acumularse en mi azotea.
Una cama siempre caliente es un buen refugio y desahogo como ninguno. Lo pasado, pasado era.
Retomando el aliento, recostada en su pecho, me pregunté qué impulsaba a alguien a escribir y exponerse de semejante manera. Según yo lo veía, lo verdaderamente placentero era leer, pero escribir es distinto. Cuando escribo me libero. Me permite purificarme, expresar, sacar mis demonios.
Ahora más que nunca, con el azúcar amargo de las despedidas, con ese quién sabe qué, que queda cuando no sabes si sigues con alguien o ya ‘valió gorro’ todo, escribir representa la válvula de escape, la mejor forma en la que puedo ordenar el caos que me rodea.
Comenté estas ideas con mi cliente de buena letra y se masticó los dientes como pensando profundamente en qué decir. Recobró la postura y se sentó apoyando la espalda en la pared.
—Yo comencé a escribir por amor.
—Qué coincidencia, yo empecé a coger por amor —dije.
Nos reímos cómplices. Miré mi celular. Había un mensaje. Pensé que era de Miguel, pero era una promoción de mi compañía de celular. Me sacudí la cabeza para no volver atrás y miré la hora. Quedaban 20 minutos y ambos queríamos más. Su sexo parecía una boa dormida sobre la sábana. La acaricié y empezó a despertarse. Escritor y prostituta. Oficios solamente aptos para libres, valientes e insaciables.
Un beso
Lulú Petite