Querido diario: No siempre pasa, pero algunas veces cuando llegas a atender a un cliente, te abre la puerta un hombre que te deslumbra. Puede ser porque tenga una personalidad arrolladora, porque sea guapo o, tal vez, sea ese “no sé qué” capaz de hacer que me brinque el corazón, se me sonrojen las mejillas y se humedezca mi entrepierna. Hace unos días me pasó así.
No quiero darte una idea equivocada. No voy buscando galanes tras cada puerta de hotel, la mayoría de mis clientes no son guapos ni feos, solo chicos que quieren un rato de adrenalina y, si son amables y limpios, estoy segura de que ambos la vamos a pasar bien; pero algunas veces, esa primera impresión es especial. Él es ¿Cómo decirlo?
¿Te acuerdas de Richard Gere en Pretty Woman? Traje impecable, buena presencia, cabello plateado, ojos tiernos y sonrisa pícara. Con ese aire de dueño del mundo y esa expresión de cachorro en busca de dueño. Pues has de cuenta que él fue quien abrió la puerta.
La conversación fue larga y divertida. Resulta que mi Richard Gere es algo así como adicto al sexo y, para satisfacer su adicción, se ha vuelto cliente frecuente de este tipo de servicios. Ha estado con muchas escort. Algunas de una sola vez, con otras se ha vuelto reincidente, una argentina le rompió el corazón, otra criticó su desempeño en la cama, él se enamoró de alguna y otra se enamoró de él, una venezolana le enseñó a hacer el mejor sexo oral posible y él se enseñó a dominar artes para hacerte tocar el paraíso.
La charla iba de maravilla, pero el tiempo corría, así que comenzó a besarme. La piel se me enchinó al sentir sus labios en los míos. Se convirtió en un verdadero animal travieso, pegándose bien cerquita de mí, hundiendo su cadera entre mis piernas y buscando con su boca mi pecho, mis tetas, mis pezones.
Olía riquísimo. Nos revolcamos por la cama y rodamos hasta quedar como atravesados, acostados en horizontal. Sentía su pene de piedra, pujando poco a poco. De un zarpazo tomó un condón de los que había dejado junto a su buró y se lo enfundó cual experto. Me penetró con un deseo fuerte y latente, empujando aquella pieza animal, enterrándola sin detenerse, con los ojos encendidos de éxtasis.
Sentí su miembro, el ángulo, la textura, el grueso, la forma de su corona hinchadita. Me acomodé moviéndome yo también, gozándome el ritmo apaciguado pero constante de su cadera, encantada con el choque contra mi vulva.
Deslizó rápidamente sus manos por mis nalgas y se aferró a ellas con un instinto primitivo. En eso empezó a moverse más rápido, incrustando cada vez más hondo su pala entera.
Su aroma húmedo, su sustancia viril en pleno apogeo, me provocaba unas ganas tremendas. Algo se apoderó de mí. Entonces lo tomé por la cadera y le dije que me dejara ponerme encima.
Se atravesó de costado, con los pies fuera de la cama. Yo me encaramé encima y me despaché solita, acomodando su pene en mi hendidura. Cuando lo tuve bien adentro, me sentí como en trance y ahí comencé a menearme, inclinando mi pecho hacia delante para que me mordisqueara los pezones.
Mi cabello llovía sobre su rostro como una cascada. Él, encantando, navegaba mi cabellera con su nariz, disfrutando de su olor. Me tomaba por la cadera y empujaba su palo hacia mí. Estaba por venirse y yo también. Su pecho enrojecido, su expresión torcida de placer, su respiración agitada eran indicios más que suficientes. Yo me dejé llevar por el momento de igual forma. Apretamos el ritmo y nos descorchamos en la efervescencia eterna del orgasmo.
Después de conversar se metió al baño y oí que abrió el agua de ducha. Lo miré de espaldas y me encantó el paisaje, pues tiene la espalda sólida y las nalgas redonditas y duras, de esas que provoca pellizcar, morder y besar. Cerré los ojos y suspiré. Aún no nos despedíamos, pero ya sabía que quería verlo de nuevo.
Supongo que él también pensó lo mismo, porque hoy, una semana después, volvió a llamarme. Nos veremos al rato.