Querido diario:
La madrugada del viernes para amanecer el sábado tembló y, para adelantarme a la pregunta de Chico Ché, a mí me agarró durmiendo. Para mi fortuna (o desgracia) tengo un hermoso cachorro con vocación de alarma sísmica que, apenas comienza el más leve movimiento telúrico, salta a mi cama con la gracia de un atleta olímpico y a sarta de estridentes ladridos me despierta a como dé lugar.
Con lo que no contaba, era con que la adorable señora que me ayuda en el mantenimiento de la casa, una buena y robusta mujer de piel oscura, atenta, chambeadora y de buen carácter, tuvo a bien levantarse en silencio cuando la tierra empezó a moverse y pararse firmes y calladita junto a mi cama, entre soldado inglés e ídolo prehispánico, supongo que a esperar las instrucciones de desalojo.
Cuando mi perrito tuvo a bien avisarme a ladridos que estaba temblando, abrí los ojos y, medio dormida, lo primero que medio vi, en la oscuridad, fue la silueta de aquella buena mujer que, por la hora y lo desconcertante, me hizo pegar un brinco que casi me cuelgo del foco. Caí pecho tierra, a un lado de la cama, pegando un alarido que probablemente despertó a vecinos de dos manzanas a la redonda. Hasta que vi que el tótem con apariencia de la mismísma Aunt Jemima de los hotcakes, no era otra que mi querida asistente, logré que el corazón me regresara al cuerpo y velozmente me puse unas pantuflas, agarré a mis perros y así, en pijama, acompañada de la tía Jemima, desalojé mi departamento.
Claro, cuando llegué a la calle, el temblor había pasado por completo y éramos los únicos entre tanto edificio que a esas horas salimos por piernas. Respiré profundamente, sonreí y regresé a mi depa, desde donde le envié a mi querido vecino de arriba un mensaje de extrañamiento, pues en cuestión de terremotos él es mi compañero de histeria sísmica, el único que aún en calzones es capaz de bajar a guarecerse en media calle conmigo cuando la tierra comienza a bailar. Le conté del susto con la tía y nos pusimos a cotorrear. Desafortunadamente, tardé en volver a conciliar el sueño, primero por el susto, después por la risa del incidente trasnochado.
En la mañana tuve la visita de César. Desde que me sinceré con él hemos tenido una relación cada vez mejor. No se dio el romance, pero la amistad se ha fortalecido enormemente. Me acompañó a la escuela a atender algunos asuntos de mi titulación y después me invitó a comer. Entre chelas y platillos vimos la final de la Champions. Creo que era la única en el restaurante que le iba al Atlético, porque cuando en el tiempo de compensación cayó el empate merengue, el grito de gol fue atronador, sepultando mi ánimo colchonero.
La tarde se fue volando y, entre una cosa y otra, para cuando me di cuenta ya estaba de vuelta en casa, el cielo comenzaba a obscurecer, no tenía plan para salir ni compromiso de trabajo. La trasnochada sísmica comenzaba a cobrarme factura y, por si fuera poco, una tormenta en la calle confirmaba lo que acababa de leer en la página de El Universal: El huracán Amanda alcanzaba categoría tres. Estaba decidido, no saldría ya esa noche, de modo que apagué mi celular de trabajo, saqué mi pijama de franela y me metí a mi cama.
Encendí la televisión con la intención de buscar alguna película que me ayudara a quedarme dormida, cuando recibí un correo electrónico. Era de un cliente de León a quien hace mucho que no veo y que, a decir verdad, coge riquísimo. Era un correo muy cachondo, en el que me decía que se alegra de saber que mañana, miércoles 28, estaré en Léon y prometía, con descripciones explícitas de lo que pensaba hacerme, que me llamaría para verme. Generalmente, los correos cachondos me sacan de onda, no me gustan, pero como a él lo conozco y no había tenido acción en todo el día, al leerlo comencé a calentarme.
Después de responderle el mensaje y al cerrar los ojos para tratar de conciliar el sueño, instintivamente comencé a tocarme por encima de la ropa. Mientras recordaba con detalle cada una de las cosas que me haría, discretamente empecé a masajear suavemente algunas partes de mi cuerpo.
Caricias lentas, lúcidas, aventureras, inspiradas en las palabras que acababa de leer y en las que explicaba detalladamente la manera en que tocaría mi cuerpo, provocaría mis suspiros, me robaría gemidos, me haría venirme en su boca, en su cuerpo, en su miembro.
Sin dejar de tocarme entre las piernas con la mano derecha, con la izquierda, acariciaba mi cuello, mis senos, hundía los dedos en mi cuerpo, en mi abdomen, en mis muslos. Conforme iba erotizándome, mi piel se calentaba, comenzaba a gemir y a retorcerme de placer sobre mi cama. Un temblor, distinto al de la noche anterior, me recorrió la espina dorsal. Metí dos dedos en mi vagina, recogí mi propia lubricación con ellos y, húmedos, los llevé a acariciar mi clítoris que estaba endurecido, listo para provocar todo el placer posible.
Ya ni siquiera pensaba en lo que el cliente había escrito para inspirarme, simplemente cerré mis ojos y dejé a mis dedos que llevaran mis sensaciones por los caminos que a mí más me gustan. Estaba tan caliente, que sabía que la humedad que estaba brotando de mí, ya empapaba mis propias sábanas. Entonces sentí el primer espasmo leve, seguido de otros cada vez más intensos hasta llegar a uno sublime, desconcertante, absoluto. Mordí mis labios, apreté las nalgas y gemí. No podía más. Cerré los ojos, sin pensar en nada y me quedé dormida, esperando claro, no volver a despertar con la efigie inmóvil de mi enorme negrita de los hot cakes.
Besos
Lulú Petite