QUERIDO DIARIO: Soy buena con las manualidades. No es albur. Me divierte usar las manos para hacer cosas: arreglos florales, decoración, comida, dibujos, historias. Dicen los expertos en asuntos de evolución que por el pulgar opuesto nuestras manos comenzaron a marcar nuestra diferencia con otras especies y ayudarnos a evolucionar a esto que llamamos “inteligencia”. Supongo que por eso me maravilla todo lo que con las manitas se puede hacer.
Ayer atendí a Popeye. ¿Por qué Popeye? No es marinero, trabaja en un banco, y va siempre bien arreglado, con traje impecable y rigurosa corbata. Tampoco usa pipa, no tiene una novia flaca, brazos de masturbador ni le gustan un carajo las espinacas. Eso sí: Se rapa a coco y por alguna especie de media parálisis facial, uno de sus ojos siempre está casi cerrado, como en complicidad, y la boca parece hacer una mueca como la del marino.
Pero igual Popeye es guapo. Alto, delgado, con un tono de piel casi dorado y una voz encantadora. Cuando llegué, me tomó de la cintura y con mucha cachondería clavó en los míos la mirada de su único ojo abierto.
—Bendita la hora en que tocas esa puerta —me dijo.
—Siempre que me llames, yo vengo a tu puerta en 30 minutos y bien caliente, como las pizzas —le digo yo rozando su mejilla con el dorso de la mano.
Me arrodillo frente a él y dejo caer sus pantalones. Él se desabrocha la camisa y se va poniendo cada vez más cómodo.
—Relájate, querido —voy susurrándole—. Deja que me encargue de todo lo que te abruma.
—Ve lento. Hazlo paso a pasito —dice él estirando el cuello y cerrando el ojo sano para acompañar al otro en la oscuridad.
Si hay algo que se puede decir de este cliente es que hay bastante de él en qué ocuparse bajo su trusa. Agarro su miembro, que comienza a elevarse y a endurecerse entre mis dedos.
—Frótalo, Lulú —dice él, perdiéndose—. Frótalo suavemente y luego hazlo un tantito más duro.
En cuestión de segundos tengo un animal incontrolable en mis manos. Es una macana prensada que palpita. Su tallo es un receptor nervioso que recibe las caricias y activa cada vez más puntos de placer.
—¿Te gusta así?
—Oh sí, me encanta —dice Popeye entre suspiros.
Entonces lo beso sin dejar de masturbarlo. Lo aprieto y jalo con fuerza, mientras froto mi torso contra su pecho desnudo. Esto le encanta. Su cara es un poema. Abre la boca y gime. Sus manos se apoyan en mis hombros y de pronto sus dedos aprietan mi piel, respondiendo a los espasmos de placer que lo recorren de los pies a la cabeza, pasando por la columna.
—Sigue, Lulú, por favor no pares.
—¿Te gusta?
—Sí, me fascina. Me vuelves loco. Hazlo ahora más rápido y más duro —exige él, como en trance, raptado por el preámbulo.
Retomo la faena con las dos manos desnudas. Su pene está durísimo ahora. Trato de hacerle formas, de frotarlo con movimientos concéntricos, circulares, en ángulos distintos. Lo froto con las dos manos, apretando para forzar sus venas, como si lo ahorcara un poco. Sé lo que se avecina, simplemente es cuestión de tiempo.
—Eres la mejor, Lulú —empieza a decir él, al borde de la divina desgracia.
Yo gimo entre el placer y el cansancio, acompañando sus exhalaciones de desesperado. Mis manos están calientes y húmedas y no paro de agitar su virilidad, de estrujarla con dulzura y locura, tratando de hacer salir al genio de la lámpara. El deseo es impresionante. Quiero lograrlo, darle lo mejor de mí, hacerlo acabar hasta que se seque.
—¡Sigue! —dice él, —ya casi.
Rápidamente lo complazco.
Mis manos siguen en su tronco. El glande está hinchadísimo y pareciera irradiar una energía atómica. Con una mano juego con su ingle, con sus testículos, su bolsa escrotal, que se tensa y empuja, tratando de extraer con fuerza todo su material.
Popeye casi se desmaya. Tiene que echarse en la cama, pero sé que no quiere parar, así que, sin soltarlo por donde lo tengo agarrado, sigo masturbándolo sin piedad. Él se retuerce de placer, un dolor que se siente tan rico que cuando se aproxima su final, hay como una pausa. Un espacio de tiempo cristalino, como una epifanía. Los relojes se detienen por dos o tres segundos y todo el mundo se amplía, como una puerta a otra dimensión. Puedo ver que esto es lo que está ocurriendo en la mente de Popeye. Está dejándose llevar.
—Más rápido, más fuerte, no pares —dice él, con la voz comprimida en su garganta.
Me inclino sobre él para hacerlo más fácil y cómodo. Aprieto mis puños y siento que comienza a generarse la ebullición. Tensa su cuerpo, estira sus piernas, amarra la cara. Su material sale disparado y aterriza en su pecho y barriga, inundándolos de líquido espeso color perla. Él grita como si extrajeran el alma o como si despertara de un sueño placentero solamente para caer en otro mucho mejor. Continúo frotándolo lentamente hasta que ya no sale ni una gota. Entonces me detengo y miro mis manos. Talentosas y brillantes manos. Soy buena con las manualidades.
Un beso
Lulú Petite