Querido diario: Primero gimnasio antes del mediodía, luego algunas compras para mi viaje de la semana que viene y luego uno de los clientes más esforzados de los que pueblan mi agenda.
Se llama Raúl, pero sus amigos le dicen Gato. No recuerdo cómo me enteré de eso, pero por costumbre y por la confianza que nos une, empecé a llamarlo así también, aunque a veces también, aunque no sé a qué le viene el mote. Es gordito y no muy alto, pero no tiene nada de felino. A menos que yo note.
Raúl me habló anteayer. Agendamos la hora y así quedamos. En el pasillo desolado y silencioso, caminé hasta la puerta 64. Justo cuando hice el puño y me disponía a tocar, se abrió de golpe. Me recibió como si fuera una cabeza con resorte saliendo de una caja de sorpresa.
Me llevé la mano al pecho, divertida y medio asustada. Él miró a ambos lados del pasillo y luego a mí. Me tomó por la cintura y me hizo pasar a la recámara. La luz estaba tenue, a medias. Me explicó que pensaba bajar al coche por el cargador de su celular, pero como ya estaba yo allí, mejor se quedaba. Me preguntó cómo me estaba yendo.
—Pues ya ves, Gatito —le contesté—. Bien, como siempre. ¿Y tú cómo vas?
Apagó el celular, lo aventó sobre el sillón y vino hacia mí. Estaba a un lado de la cama cuando sentí el arrimón. Sus manos rodearon mi cintura y su aliento entibió el filito de mi oreja.
—Me hacías falta, Lulis —susurró.
Su voz era tierna y dulzona, como su extraña personalidad, enérgica y extravagante. Sé que dice esas cosas para entrar en ánimo. No es de los enamoradizos y obsesivos. Me besó en el cuello muy delicadamente, como si fuera un tigre que bebe agua en una laguna. Mis poros se expandieron y la piel se me puso de gallina.
—Estaba loco por cogerte —susurró una vez más.
Eso bastó para hacerme entrar en su fantasía. Pegué mi cuerpo contra el suyo, restregando mis nalgas sobre su pene. Él poso sus manos en mis senos y apretó con suavidad. De pronto, algo se apoderó del momento. Una brisa de deseo influyó en ambos. El Gato me agarró con fiereza por la cintura y me inclinó en la cama. Estuvo muy rica su fogosa forma de dominarme y de hacerme suya.
Su miembro erecto estaba caliente y vibraba cuando me lo metió hasta el fondo. Debo admitir que no es inmenso, pero sí es grueso y tiene una curvatura que lo hace más divino. El ángulo es especialmente adecuado para rozar y estimular un punto que me vuelve loca.
Arqueé la espalda y estiré los brazos para jalarlo más hacia mí. Empujé mis nalgas hacia atrás, enterrándome su pieza una y otra vez. No había tregua. Empezábamos a enloquecer. Él arremetía, hundiendo con la fuerza de su cadera aquella pieza viril de forma muy rica. Estrujé la sábana con mis uñas y ahogué mis gritos enterrando la cara en la almohada.
Lo sentía muy dentro de mí, causando estragos y rozando mis nervios más sensibles. Empapada y lubricada como estaba, empecé a dejarme llevar por sus deseos.
De pronto alzó una pierna y la montó sobre el colchón. Empezó arremeter con potencia. Metió una mano por debajo de mi abdomen y me palpó con un dedo el botón de la locura. Ya no podía aguantarlo más. Él tampoco. Empujó una última vez, justo cuando yo me corría y me olvidaba de todo. Escuché su grito de alivio, su placer hecho onomatopeya. Su miembro temblaba a medida que se vaciaba dentro de mí. Luego exhaló aire por la boca y se desplomó a mi lado, con la cara de satisfacción de siempre. Me acosté junto a él, exhausta y como si me hubieran sacado el alma por unos segundos.
—¿Por qué te dicen Gato? —pregunté.
—Hace unos diez años me asaltaron y me dieron una golpiza— Explicó. —Luego estuve en una balacera durante un atraco a un centro comercial, poco después choqué y meses más tarde me atropellaron. Cuando me internaron en un hospital para atender un problema urgente de vesícula, mis amigos me comenzaron a decir gato, por aquello de las nueve vidas.
—Y ¿Te molesta? — Pregunté.
—¡Miau! — Respondió, levantando los hombros, como si le diera igual. Nos reímos.
Hasta pronto, Lulú Petite