Querido diario: Hace algún tiempo, Thomas, un cliente gringo, me llevó con Claudia, una mujer que leía las cartas. Supuestamente nomás con verte a los ojos era capaz de reconocer tu pasado, descifrar tu presente y presagiar tu futuro. Era una especie de estrella de rock entre personas con dinero y poder. Había gente muy pesada que acudía con ella como un hábito casi devoto. No cobraba por leerte la vida, pero estaba tan bien relacionada que igual era una mujer bastante adinerada. Su sonrisa era amplia, su mirada pesada y su voz potente, como la de un juez. Creo que ese es el mejor ejemplo, porque ella no te leía el futuro, te dictaba sentencias.
Siempre he sido un poco mística. Mis amigos dicen que son supersticiones, pero las supersticiones tienen que ver con la suerte. Yo no creo en la suerte, sino en la energía. La suerte es azar, el éxito cada quien se lo fabrica con trabajo y compromiso. De todas formas, creo que es un poquito soberbio pensar que sólo lo que podemos comprobar científicamente es cierto. Creo que hay mucho que aún no descubrimos o entendemos y, entre eso, está el destino. ¿Qué son las estrellas, sino una luz que brilló hace millones de años? Si cada que vemos al cielo miramos el pasado remoto ¿por qué no creer que hay modos de entender el futuro próximo? El tiempo es relativo y el presente es sólo ese lapso aparente en el que estamos atrapados, rodeado de un hilo infinito de pasado y de futuro.
Aquella noche la mujer me pidió sacar cartas tres veces. Las revolvía, yo las partía en dos y escogía cinco cartas al azar que ella leía con seriedad de notario. En esas cartas estaban las claves que iban a mostrarme algo. Cuando dijo eso pensé que era exageración, parte del espectáculo, pero entonces tomé el primer juego de cartas y lo puse sobre la mesa. En la habitación olía incienso. A través de una línea de humo de sándalo vi en la última carta una figura escalofriante. “No te asustes”, dijo la mujer. “La muerte significa cambio, evolución, transformación”. Por ahí siguió hablando de mi vida. Con la primera ronda habló de mi pasado como si me conociera.
Me sorprendió. Al menos por un momento tenía sentido.
Con el segundo juego de cartas me hablo de “La cosecha”. Me explicó que eran las cosas que hacían falta. Era el turno de hablar de mi presente y me dijo detalles que me dejaron helada.
Entonces tomé un tercer corte de cartas. Las tomó, las leyó sin decir nada y me miró a los ojos con esa mirada de diez toneladas “No vas a tenerla fácil, pero vas a amar mucho y vas a salir bien” Yo, como cualquiera en estos casos, pregunté sobre mi futuro inmediato. Del enamorado que tenía en esos días, de los proyectos. De lo que me rondaba en la cabeza en ese momento, pero ella algo vio más allá. De todos modos respondió: Que el romance terminaría y terminó. Que un proyecto saldría y el otro no. Así fue. Todo sucedió como ella dijo. No sé si fue el destino o coincidencia, de cualquier modo, no la volví a ver.
En aquel entonces aún trabajaba en la agencia de El Hada. A Thomas lo conozco de esos días. Es un hombre mayor, de cabello castaño, ojos azules, blanco como el pan y de buen corazón. Siempre viste muy elegante y es cortés y delicado. Cuando dejé la agencia le perdí la pista.
El jueves, sin embargo, reapareció. No lo veía desde hacía tanto tiempo que apenas creí que realmente fuera él. No sé cómo explicar lo que sentí al volver a verlo. Supongo que tiene que ver con echarle un vistazo a tu pasado. Como un ojo mágico hacia quien eras en otra época. Thomas seguía como lo recordaba: Elegante, distinguido. Como siempre, habló poco pero hizo mucho. Se tomó su tiempo para desvestirse y cuando le resultó oportuno se acercó a mí con su mirar acechante, inmenso, y posó sus manos en mis tetas. Sus dedos recorrieron mi piel, toda dispuesta a recibir su lengua y sus caricias. Me aferré a su cabello con ambas manos y con ellas hundí su cara en mi clítoris. Lo hacía tan rico que por poco acabo. Pero quería más. Se forró el sexo con un condón texturizado y me lo metió todito adentro. Lo tenía muy duro y gordo. Puse mis manos en su pecho esbelto y amortigüé sus arremetidas. Sentía ese picor tan rico que propicia el roce. Me mordí los labios y gemí su nombre como un mantra. Él me apretó por la cintura y me jaló hacia su cadera, una y otra vez. Me penetraba hasta lo más hondo.
El sudor se escurría por nuestros cuerpos. Thomas me dio la vuelta y quedamos de cucharita sobre la cama. Alcé una pierna y él la sostuvo por la rodilla. Apoyó la cabeza en la almohada, exhaló aire como toro bravo y empujó su miembro con fuerza. Estaba de pronto enloquecido.
—Claudia me advirtió que volvería a verte— me dijo después, mientras se vestía.
—¿Claudia? ¿La que lee las cartas?
Me hizo una cita, volveré a verla. Quizá me diga qué me depara el destino.
Un beso, Lulú Petite