Como tú, igual que tus prim@s, yo era un hijo del diablo. Y mi madre no podía con mis desfiguros o mis travesuras en la vecindad. Si rompía el vidrio del vecino, con un balonazo, yo sabía que me tocaba una chinga. Si le pegaba al hijo de doña Refugio, más valía que yo encontrara algún escondite. Así era mi infancia: un tendedero, un balón desinflado y una pista de carreras dibujada con tiza en el patio. Mi infancia bendita me aconsejaba travesuras y también ne decía 'date a la fuga' antes de que tu madre te alcance". Porque yo tuve una madre loca o neurótica, medio harta de sus cuatro hijos con los que no iba a "caber ni en el pinche en el infierno". Apenas volví hace días al barrio en el que crecí con miedos, con juegos y con la clásica advertencia de que el robachicos andaba en busca de chamacos vagos. Y la nostalgia me pegó como el primer tequila o el segundo ron de la noche: con cierta tristeza y algo de sentimientos encontrados. Y es que la casa de mi infancia ya fue demolida. No sé por qué me preocupa si ni siquiera era mía. Allí vivíamos, ahí pasé algunos años mirando por la ventana, sentado en el quicio de la puerta esperando ver a mi madre dando la vuelta en la esquina como si temiera que la cobardía le atacara por un flanco y la convenciera de que era mejor abandonarnos. La casa de mi infancia, una de las varias en que habité, ya no está en pie. Ese pequeño sitio con un cuarto, una sala-comedor-cocina y un baño insalubre ya fue derruida. En su lugar ahora está un edificio de departamentos algo modernos.
Pasé por allí el otro día que fui a visitar a unos primos y me di cuenta que el viejo barrio en el que crecí hoy sólo es un álbum de recuerdos. Cambió la escenografía, crecieron los niños, murieron los ancianos y aquellos perros callejeros que eran mis amigos tiraron sus huesos en algún baldío. Sí, aquel viejo barrio ya perdió sus costumbres y hoy sólo es un montón de calles y departamentos y plazas comerciales y autos que atropellan a los gatos despistados. Ya no hay terrenos baldíos para improvisar unas porterías y patear un balón. Tampoco está la tienda de doña Lupita, mucho menos la ventanita aquella en la que vendían congeladas.
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Debo suponer que mis amigos de la niñez ya se han marchado a otros barrios. El Pecas, Verónica, El Monaguillo, Lola, El Popochas, sepa Dios dónde andarán, si serán felices, si me recordarán de vez en cuando. ¿Y la novia que me regalaba paletas en forma de corazón? Uy, que días aquellos en que Marlene y yo nos conocimos. Un día la encontré llorando en el salón de tercero B a la hora del recreo. ¿Qué te pasa? Nada. Ándale, dime. Nada, no te importa. Sí me importa, porque no me gusta que llores. Me robaron mi lapicera. Espérate, ahorita vengo. Y que voy a buscar en la mochila del Cachacuaz. Fue una corazonada, porque él tenía fama de que le gustaba quedarse con lo ajeno. Antes, en segundo A iba conmigo y lo castigaron un par de veces por “tomar las cosas que no le pertenecían”. Y en efecto, en la mochila del Cacha estaba la lapicera de Marlene. Cuando se la regresé, ella me sonrió como si yo fuera el héroe de todas sus películas. Pinche Cachacuaz, ni se imaginaba que gracias a sus maldades yo tendría mi primera novia. ¡Además era una lapicera de princesitas de Disney! Como sea, espero que haya dejado de apropiarse de lo ajeno y hoy encuentre la felicidad en algún bar o en un lugar de ambiente donde baile alegremente o algo por el estilo. En serio, ¿qué sería del Cachacuaz? ¿Y de Marlene? A mí me gustaba Marlene, con su pelo bien peinado, sus zapatos impecables, su falda plisada y bien planchada, sus chapas en las mejillas. Sin lentes era más bonita, pero ni modo de decirle que los dejara en su casa porque no veía hasta el pizarrón. También me gustaba regalarle un Duvalín y que se sentara junto a mí en el recreo, antes de que mis amigos fueran a pedirme que jugara de portero porque al Popochas ya le habían anotado cinco goles. Ni modo, Marlene, parecía decirle con la mirada, es lo malo de ser bueno para el fucho.
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Así eran mis días en aquellos lejanos días de mi infancia, en aquel barrio popular que ya no existe más, en aquellas calles que mis pasos infantiles recorrieron infinidad de veces. Ya no está la tortillería, ni sobrevive local de "maquinitas" o la acessoria donde compraba el cilantro para el consomé que tan bien cocinaba mi madrecita. Ya no existe tampoco la casa de Elena, la chica que me gustaba en secunidaria, por donde pasaba tres veces al día en bicicleta con la esperanza de verla aunque sea fugazmente. Tampoco la vieja vecindad que habité está en pie. Y uno no puede evitar la nostalgia por los días marchitos, por los paraísos perdidos. No, no era mi casa. Sólo un refugio temporal, como cada una de las vecindades que recorrimos. No eran nuestras casas, sólo unos humildes cuartos que rentábamos, pero da tristeza saber que ya no existen, que fueron demolidas, para construir centros comerciales, departamentos o supermercados. Con cada ladrillo caído se van derrumbando también los recuerdos, como suele retratar Dante Guerra: “Mi infancia era un tendedero,/ un balón desinflado/ y una pista de carreras/ dibujada con tiza en el patio./ El niño que yo era/ siempre andaba feliz/ con sus pantalones remendados/ y las playeras holgadas/ que me heredaban los primos./ Mi infancia radiante/ acampaba en la azotea,/ navegaba mares imaginarios,/ rompía de un pelotazo/ los vidrios de mis vecinos/ y corría despavorida/ a esconderse de los chanclazos./ Mi infancia bendita/ me aconsejaba travesuras,/ me decía ‘date a la fuga’/ antes de que mamá te alcance/ y te recete un jarabe/ de buenos chingadazos”. Y ahora lo que hace falta es un antibiótico que mitigue la melancolía. O unos tragos que me hagan poner en la rockola esa vieja canción que cantaba mi madre mientras cocinaba. Eran buenos tiempos. Faltaba el dinero, pero sobraba alegría en nuestra mesa mientras mi madre servía sus albondigas al chipotle. Y mi infancia sonreía. ¡Cómo extraño esos días!