Pero, como siempre sucede cuando eres un chamaco sin muchas expectativas, nunca se me cumplieron los anhelos. Alma Delia no era la más guapa de mi salón, pero a mí me encantaba: su cabello siempre olía a comercial de la tele y además empezaba a madurar su adolescencia, así que el uniforme perfilaba unos senos que ya se antojaban poéticos. Pero yo no era un poeta en embrión, ni nada parecido; sólo era un chamaco calenturiento que hojeaba revistas para adultos. Así que Alma Delia era la chica ideal en ese momento, aunque yo me seguía peinando con limón. Sólo que a esa edad las chavitas te dejan en la ‘friendzone’ y se enamoran de los chavos bonitos, de los verbo-mata-carita, de los que andan en moto. Yo no era ni lo uno ni lo otro. Pero quería aferrarme a la idea de que podría tener sus besos. Ya en tercero de secundaria ella maduró antes que yo y se hizo novia de un chaval de su cuadra, que iba por ella a la salida. La historia de mi vida. Siempre me fijaba en la chica que no era la adecuada o simplemente no era para mí.
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En segundo de ‘secu’ me concentré en los deportes. Y estuve en el equipo de basket porque era de los más altos. Y no pasé la prueba en la oncena de futbol porque el entrenador decía que me faltaba físico. Y sí, yo era más flaco que la quincena de un obrero, aunque tenía técnica e idea. También fui seleccionado de atletismo, para correr los 400 metros, porque tenía una gran zancada. Y gané las competencias de la zona y el profe de educación física me advirtió que tenía que prepararme mejor para los estatales. Aquel día llegué a casa muy contento, esperé a que mi madre volviera de trabajar y mientras bebíamos café con galletas Marías le sugerí que si me podría comprar otros tenis. “Ya veremos”, fue la respuesta. Todas las tardes yo pasaba por el centro comercial y me detenía a ver unos tenis adidas que yo sabía que me harían volar sobre la pista; los anhelaba como si de ello dependiera mi futuro. El día que mi madre me dijo que sí me compraría otros tenis le expliqué que ya había visto unos que me gustaban. “¿Cuánto cuestan?”, preguntó. Cuando le dije el precio giró la cabeza en señal de desaprobación: “Ni lo sueñes, están muy caros”. El sábado fuimos al centro comercial y me compraron otros que me parecieron horribles. Había que conformarse. En la final de los juegos estatales llegué segundo, así que me dieron una medalla que simbolizaba la plata. Yo estaba deshecho, había imaginado que llegaría a mi escuela con la de oro, que se la daría a Alma Delia y ella me besaría en señal de eres-mi-héroe. De regreso, en el camión, se me salieron las lágrimas mientras miraba por la ventanilla y odié más que nunca mis zapatillas deportivas. Si hubiera tenido aquellos adidas seguro que hubiera ganado. Una vez más me sentía en el ejército de los que se derrotan de antemano.
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En mis vacaciones de verano me puse a trabajar. Si no podía tener los besos de Alma Delia, si no había medallas de oro para mí, al menos esos adidas tenían que calzar mis pies. Y entré como ayudante de Don Gelasio, un tipo que tenía una tienda y al que le decíamos así porque había empezado vendiendo gelatinas. No me pagaba gran cosa, pero yo ahorraba cada centavo. Cuando fui por los adidas, con mis billetes y un cambio, me llevé otro duro golpe. Ya habían subido de precio. Regresé deshecho, maldiciendo al destino, a los dioses y hasta a mi mala suerte. Por la noche, aunque llegó muy estresada, mi madre tuvo uno de esos gestos maravillosos: me abrazó con ternura y yo me solté a llorar. Ella lloró conmigo y me pidió perdón por no poder darme todo lo que hubiera querido. En ese momento me sentí protegido de todos los infortunios. “Ya no estés triste mi'jo”, levantó mi cara, “en la quincena te completo para tus tenis”. Y lo hizo. Y cuando pagué por esos adidas me sentí un poco el rey del mundo. “Me los llevo puestos”, sonreí cuando la empleada me preguntó que si me los ponía en la caja. Aquel fue el día más feliz de ese año y ya no me importó si Alma Delia me iba a querer algún día. Seguí compitiendo en atletismo, fui creciendo, besé algunos labios de chicas que nunca me gustaron tanto. Y un buen día maduré un poco, sólo un poco, y comprendí que había mil maneras de volar. Y para levantar el vuelo no importa el calzado. Ya he volado de mil formas: basta con los libros, con las mejores canciones en el iPod, con la imaginación. Y ahora uso tenis Converse, económicos y perfectos para sobrevolar las fronteras. Y nunca he vuelto sobre mis pasos, porque “estos tenis que han acumulado polvo/ me han llevado a sitios generosos,/ me han orillado a infinidad de acantilados/ sólo para entender/ que no le temo al vértigo ni al pasado./ Y también he podido comprobar/ que puedo ser postergable pero nunca seré olvidable./ Me lo dicen los libros y las canciones/ que han sido el combustible/ para preparar el vuelo y los aterrizajes forzosos”.