Silencios que dejan los labios resecos
Creo que nunca fui un sujeto ordinario. Desde chavito fui bipolar o tripolar o lo que sea que signifique eso. “Su hijo tiene serios problemas, se resiste a seguir las normas y no respeta figuras de autoridad”. Algo así le dijo la directora a mi madre en la secundaria. Su diagnóstico iba acompañado de una sugerencia: llévelo al psicólogo antes de que sea tarde. Mi madre aceptó con “sí, maestra, disculpe usted las molestias”. Yo odiaba que mi madre se disculpara por todo. Y odiaba también que me obligara a pedirle perdón a la directora mientras me pellizcaba el brazo. Pero eso no era nada comparado con la chinga que me tocaría en la casa. Una semana suspendido seguro que iba a repercutir en mis calificaciones. Todos eran expertos en conducta humana. Todos tenían un diagnóstico para mí. “Ese niño es el mismísimo diablo”, se quejaba una vecina cuando yo tiraba por accidente el tendedero. “Pinche escuincle, tú has de ser adoptado”, me molestaba una tía cuando me negaba a ir por las tortillas. Mi madre no era tampoco muy paciente con mis travesuras: “Te encanta hacerme enojar, hijo de la chingada”. Yo sólo era un chamaco como todos: inquieto, un tanto rebelde y un mucho acostumbrado a andar de pata de perro. Yo prefería fugarme al baldío para patear un balón o participar en guerritas de arena, que meter mis narices en los libros de química o matemáticas. Según yo, iba para futbolista profesional o barman en un hotel de Nueva York de esos-que-salen-en-las-películas. Y sí, mi madre me mandó al psicólogo. Y supongo que sirvió para un carajo.
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Mis días de escuela eran terribles. Porque no estaba preparado para competir. Nunca fui el del peinado perfecto, ni el consentido de la Miss o el que hacía las mejores maquetas. Era creativo, sí, pero básicamente para las maldades. En la secundaria, como todo adolescentes, peleaba a la salida contra chamacos más altos que yo, rayaba las paredes de los baños, dibujaba caricaturas de los profes, me ponía a copiar en los exámenes de matemáticas, me iba de pinta de vez en cuando. Y además, me daba cuenta de que la gente no me gustaba del todo. Y aún me pregunto si valió la pena estudiar eso del "mínimo común múltiplo" o el "máximo común divisor". Allí aprendí, desgraciadamente, que la vida es una competencia y no dejará de serlo. También comprendí que más que ganar, el chiste es humillar a los demás. Reírse a costa de otro. El bullying, pues, en todas sus formas y niveles. Y eso, sin duda, es una chingadera. Mi madre quería que fuera médico o “alguien así, una gente de provecho”, pero nunca he sido bueno en eso. En mi infancia trabajé como cerillo en un supermercado. Ya de jovencito fui dependiente de una miscelánea, cajero en una papelería. Una vez adulto, me convertí en obrero, auxiliar de intendencia, mesero de bar. Tuve algunos otros empleos aceptables, algunos más productivos que otros, pero en todos el fin era el mismo: empeñar el alma, ir minando el espíritu. Así que mejor opté por este oficio como contador de historias. Seguramente me iría mejor como ladrón de poca monta, revendedor en el estadio Azul, coyote del Monte de Piedad o estafador en pequeña escala, tahúr zurdo, portero de discoteca, taxista de meretrices o idiota de tiempo completo. O tal vez como un iluso que confía en tu regreso.
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Ahora son tiempos complicados. Y me conformo con poco, ya no anhelo una mujer perfecta sino una que aguante mis ronquidos. Ya sólo quiero dormir tranquilo, haciendo las paces con el niño que alguna vez fui. Soy este monstruo que el destino ha creado: un poco mi padre y un poco yo. Soy el resultado de muchas derrotas y algunas victorias. Y valgo menos que ayer mismo. Soy un tipo devaluado en un mercado que se rige por la indiferencia. Porque tengo esta sensibilidad que a veces no me gusta, pero que me persigue como perro callejero. También tengo una fobia enorme hacia los microbuseros y un odio extremo hacia los políticos. Tengo un trabajo que me gusta y muchos textos incompletos. Tengo botellas de ron medio vacías y una sed que no se agota. Tengo el recuerdo de mi madre sollozando luego de una golpiza de mi padre alcohólico. Tengo un libro de poemas que aún no termino de escribir. Tengo una barba de tres días, tan áspera como las postales de mi infancia. La noche está muy perra. Hace un calor sarnoso que obliga a dormir con las ventanas abiertas y el riesgo de que los sueños se suiciden sin que nos demos cuenta. Pero tengo un fuego interno que alcanza para ambientar todos los desiertos. Tengo el corazón en el congelador para no incendiarme mientras duermo. Tengo estos labios resecos de tantas veces que el silencio ha respondido cuando pronuncio tu nombre desde la oscuridad. Tengo estas manchas de papel carbón en los dedos, de tantos memorándums que no has contestado. Tengo esta canción perfecta para recordarte que aquí está tu pendejo: "Y ahí estaré, estaré, estaré./ En cada hueco de un momento que recordar,/ en cada cielo que te lleve a caminar,/ en cada otoño y en cada partícula.../ En el sonido del maldito despertador,/ en el abrir de las persianas y a la luz del sol./ En cada iluso y en cada incrédulo,/ estaré, estaré". También tengo la neurosis habitual de los exploradores del subsuelo. Y una rola de DLD que sonoriza estas ganas de creer que piensas en mí mientras te muerdes los labios y hurgas entre tus piernas: "Los años, los años pasarán/ diciendo que este no será el final./ Volveremos a mirar esos ojos/ de los que quisimos más./ Y ahí estaré, estaré, estaré.../ En el sonido de las aves de levedad,/ en cada ser que te lleve a caminar,/ en cada otoño y en cada partícula,/ en las películas caseras y en el café,/ estaré, estaré".