Comerse las uñas es una manía bastante común, por los nervios o las ansiedades. Somos legión los ansiosos. Yo mismo crecí rodeado de miedos e inseguridades, como casi todo mundo, así que eran inevitables dos cosas: Uno, que me quedara con un montón de manías. Y dos, que mi futuro resultara tan emocionante como una tarde en la sala de espera del dentista.
Lo primero que me viene a la mente es que de chavito parecía que estaba "lombriciento", como decía mi madre, porque me encantaba el pan de dulce. Como en toda casa de locos, en la mía nos peleábamos por elegir la mejor pieza, así que cuando mi jefa me mandaba a la panadería me daba por morder el pan que me gustaba y dejar en claro que “ya estaba apartado”. Obviamente, mis hermanos se ponían locos y protestaban porque “eso no se vale”. Al final, cada que a uno de ellos le tocaba ir por al pan me copiaba mi táctica. Al principio mi jefa se enojaba, pero creo que a final de cuentas tuvo que resignarse porque así evitamos muchas peleas en la merienda, aunque nos ganamos una maldita manía que no sé si mis hermanos aún conserven. La próxima vez que los vea, les preguntaré si ellos o sus hijos aún compiten por apartar el pan que más les gusta. Porque es una de esas manías que parecen hereditarias. Igual que eso de morderse las uñas o tronarse los dedos por los malditos nervios. Y así como van las cosas en estas Navidades, creo que ante tanta crisis y lo efímero del aguinaldo, todos terminaremos comiéndonos las uñas en la cena de Año Nuevo y en la cuesta de enero. Pero, bueno, dejemos por ahora los malos ratos y que nos reconforten los recuerdos.
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Otra de mis obsesiones era bañarme antes de salir de casa, aunque sólo fuera a comprar las tortillas. Mi jefa se desesperaba porque me veía y se le ofrecía algo: “Qué bueno que ya te levantaste, para que vayas a comprar orégano y cilantro”. Pero yo le contestaba “nada más que me bañe. O si quieres despierto a Nadia”. Mi madre, que ya estaba tan limpia como sun cocina, optaba por ir ella misma a la recaudería. Yo no sé de dónde agarré esa onda de salir bien peinadito, pero algo era cierto: Hasta la fecha me parece de mal gusto salir en pijama a tirar la basura. Ya ni hablamos de las personas que aún traen su “gallito” en la cabello mientras se echan unos tacos de barbacoa con El Toluco: Me los imagino rascándose la entrepierna o los sobacos en la madrugada, levantándose con chinguiñas para echarse un consomé con limón bien exprimido. Yo por eso me baño temprano, no vaya a ser que a mis ácaros, que son un chingo, les dé por practicar clavados en mi plato de birria.
Desde chavito el tiempo se me iba en manías o supersticiones: levantarme de la cama con el pie derecho, dormir en el extremo izquierdo, ponerme limón en el cabello cuando no había gel, morderme las uñas por los nervios, hacer acordeones si no estudiaba para los exámenes, caminar por la sombrita, coleccionar llaveros cuando ni siquiera tenía llaves de mi casa, persignarme cada que pasaba frente a la iglesia, rezar un padre nuestro por las noches, usar playeras de Los Beatles, comer mango con chile Miguelito, nunca pasar bajo una escalera, arremangarme las camisas y depilarme los pelos de las orejas. Ah y hasta la fecha todavía me duermo oyendo música o leo un poco antes de cerrar los ojos. No todas las noches, pero sí con la frecuencia necesaria para ponerle saldo al alma y el cerebro. Desde luego, es una táctica para no volverme tonto o un distractor para no quedar loco por completo.
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Y así fui creciendo, con ideas absurdas y temores propios de una religión que suele atolondrar. Yo me acuerdo que masturbarse era pecado, que te ibas a ganar unos tickets para el infierno o que te iban a salir “pelos en las manos” o se te iban a “torcer los testículos…. Y es que a mí nadie vino a decirme que lo más natural del mundo es querer a tu cuerpo y complacerlo. Si apenas teníamos para completar la renta, ya parece que iba yo a ir al psicólogo o a talleres de sexualidad para principiantes. Con trabajos iba a taller de carpintería en la secundaria. Yo creo que por eso era torpe en mis escarceos con las mujeres, porque hay cosas que no te explica la poesía, ni lo encuentras en las revistas de encueradas: A mí nadie me contó que había que atesorar el punto G, ni que las caricias más duraderas no son las que prodigas en el asiento de atrás de un auto compacto.
Pero entonces crecí más a prisa que mis deseos. Y me fui convenciendo de que hay manías que pueden resultar fructíferas: como besar a una mujer de los pies a la cabeza. Y que todos los suspiros de ella conformen una sinfonía en tus oídos. Yo tengo esa obsesión por frotar una lámpara maravillosa, acariciarla con dedos de terciopelo, ensalivarla con la punta de la lengua, como si no tuviera brillo suficiente. Y de pronto logras algo así como un hechizo efímero. Yo no soy de esos que recitan frases hechas, como “quiero ser el sortilegio de tus noches de luna llena”. Yo prefiero que mis manos hablen kilómetros, que mis labios aticen el fuego, que entre sexos se inventen rimas y que abunde la poesía en los orgasmos. Y con la lengua trazar círculos en tu vientre, para condenarte al pecado de gritar mi nombre. Y entonces sucederá que tú te volverás la obsesión de alguna mujer que ya tiene suficientes manías. Ya lo ha descrito Dante Guerra: “Éramos tan extraños que no nos conocíamos./ Y hoy que te duchas bajo una lluvia de placeres,/ hoy que tus caricias me borran las dudas,/ siento que hace tanto te intuía./ Entre mis brazos eres marejada,/ un vaivén de todas las lujurias/ la tempestad de arrebatos/ en este trópico de humedades./ Que tu cuerpo, que tu risa, que tus senos de cereza,/ sean mi alimento diario y mi dosis de locura”. Yo lo que quiero es dejar de morderme las uñas y comerme el mundo y besar tus días y beber tus noches. Ya no quiero, ya no, estar en la frontera de los que deliran en la fila del banco, de los que fuman un cigarrillo tras otro. Yo prefiero que mis manías tengan que ver con extrañar tus besos y tu cuerpo.