Así fuimos creciendo, de un lado a otro, pero con el mismo menú en la mesa: sopa de pasta, huevos revueltos en la mañana o la tarde, café Legal y bolillos para la merienda. La vecindad era distinta, semejantes las rutinas. Siempre me daban tristeza las mudanzas. Empacar y dejar atrás infinidad de historias, los amigos de la infancia, las mascotas del vecindario, las niñas a las que les invitaba un Gansito o un Frutsi congelado. Hace ya tanto tiempo que poco a poco voy olvidando los detalles, pero no esta frecuente sensación de corazón errante. Nunca echamos raíces, íbamos de aquí para allá y de una colonia a otra, perseguidos por los apuros económicos de mi madre. A veces durábamos sólo unos meses en una vecindad, pero otras ocasiones pasaba un año y parecía que por fin habíamos encontrado un sitio confortable. Y sucedía algo que echaba todo por la borda: mi hermano atropellaba a un gato con la bicicleta o yo me peleaba con el nieto del arrendador. Y hartos de nuestras travesuras, los dueños le ponían un ultimátum a mi jefa: tiene hasta fin de mes para irse. Caray, mi madre con tantas preocupaciones y encima de todo nosotros nos comportábamos como unos auténticos hijos-de-la-re-chingada que me-van-a-matar-de-un-coraje. Ahora entiendo por qué Licha se ponía tan dramática y reclamaba: “Con estos chamacos no voy a caber ni en el infierno”. Y luego a batallar de nueva cuenta: Licha angustiada porque en la mayoría de los departamentos no aceptaban niños ni mascotas. Así que sólo había unas cuantas opciones en vecindades llenas de peligros y trampas: tuberías oxidadas, un boiler que podía explotar en cualquier momento, baños comunes llenos de bacterias, varillas en la azotea, ratas que salían del excusado, pederastas al acecho, goteras en la sala, señoras chismosas, vecinos amargados y poca gente interesante. Así fuimos creciendo, entre goteras cada junio y cada septiembre, agua fría en la regadera, bolillos remojados en café y sobredosis de sopa de fideos.
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Siempre que me mandaban al pan o las tortillas me cuidaba de los “robachicos”. A mí no me asustaba tanto el doberman tras la cerca, ni la casa embrujada de la colonia. En realidad temía al “robachicos”, ese señor andrajoso que solía aparecer de vez en cuando por las calles, con su costal mugriento sobre la espalda y su anforita de aguardiente en la bolsa. Tal vez sólo era un vagabundo, pero mi madre nos hacía creer en aquella leyenda urbana de “si se portan mal o andan de vagos, se los va a llevar el ‘robachicos’, aquel viejo que va allá” y lo señalaba como para acabarnos de convencer. Por suerte nunca me robaron. Y tampoco a mis hermanos. Ahora que lo recuerdo me causa gracia, pero en su momento sí me angustiaba. Como aquella vez que al dar la vuelta en la esquina me encontré de frente con “El Pomadas”, como le decían al vagabundo. Él estiró la mano, supongo que pidiéndome un bolillo, y balbuceó algo que a mí me sonó a “te voy a llevar al infierno”. Lo miré con terror, casi se me salieron las órbitas de los ojos y corrí despavorido hacia mi casa. Mi madre me vio tan asustado cuando le conté lo sucedido que me hizo comer un pedazo de pan para el susto: “Te lo dije, te dije que te portaras bien”. Desde ese día me convertí en el chavito más decente del vecindario y me bañaba en cuanto me mandaban a hacerlo y ya no me peleaba con mis hermanos. Sólo fueron unos meses, porque luego se me fue olvidando y regresé a ser el “chamaco del demonio” que le sacaba canas verdes a mi madre. Y así fui creciendo en ese vecindario, cercado por trampas cotidianas y vándalos y ladrones de bicicletas y robachicos andrajosos y demasiadas pesadillas en lugar de sueños coloridos.
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Nunca me gustaron las mudanzas. Aquello de empacar los trastes y envolver el televisor en una colcha era tan constante que a mí me causaba enfado y tristeza, porque significaba dejar atrás a la palomilla de la cuadra, la hija del vecino que me gustaba y hasta el escondite en la azotea que habíamos convertido en “El club de la mano negra”, como en los cuentos de aventuras que tanto leía. Cuando el camión de la mudanza echaba a andar, yo iba montado atrás, sobre un montón de ropa y muebles viejos, pensando que el ruido del motor sólo significaba una cosa: volver a empezar de nuevo, en otra colonia, en una calle distinta, en una vecindad tal vez más rústica. Aún recuerdo cuando llegamos con don Basilio, un señor gordo y amargado. A mí me cayó muy mal sólo de verlo, sudoroso y preocupado porque el camión no le fuera a pegar a su zaguán “porque se los cobro como nuevo”. En cuanto bajé del vehículo supe que aquella vecindad no sería nada divertida. No había niños corriendo por ningún lado. Y leí un anuncio que decía “Prohibido jugar en el patio”. Caminé hacia mi “nueva casa” y me pareció escuchar ruido entre los lavaderos, giré la cabeza y percibí algún movimiento pero no hice caso. Seguí avanzando y de pronto sentí que algo me golpeaba ligeramente en la espalda. Volteé y en el piso había una pequeña flecha con punta de goma. Con la mirada ubiqué a un niño regordete con un arco de feria y un penacho bastante chafa en la cabeza. Desde los lavaderos, el muy tonto celebraba con risas su buena puntería. Quise ir a golpearlo de inmediato, pero el dueño de la vecindad lo llamó a lo lejos: “Pancho, deja en paz a esos mocosos y vete a hacer la tarea”. Supe de volada que el tarado era intocable. El también lo sabía. Y ya me estaba cayendo más pinche gordo de lo que era. Una vez más estaba en territorio apache. Y yo no era el Llanero Solitario. Ni tenía pistolas de dardos. Pero ya me las arreglaría, como si lo predijera Dante Guerra: “Nunca fui un niño de sonrisas/ ni tenía un perro Firulais./ No, yo no era un chamaco divertido/ ni contaba chistes en el recreo./ Nunca fui un niño de sonrisas,/ ni usaba pantalones Levi’s/ y mucho menos sobresalía en el colegio./ No, yo no sacaba diez en historia,/ ni era el preferido de la maestra./ Yo más bien era un chavito/ con tenis viejos y malheridos,/ que comía fideos y tortas de tamal./ Yo era un niño enquencle,/ sintiéndose Blue Demon,/ para salir ileso de los peligros/ que se asomaban en cada vecindad”.