Creo que no conozco a alguien que no quiera o adore a mi jefa. Es un ser de luz infinita, una chimenea en los inviernos, un bálsamo para el alma. Mi madre, y no porque sea mi madre, es la mejor de todos los confines del planeta. No he llegado a todos, pero algo me dice que no necesito ser testigo para saberlo. Y como les decía: mi madre sólo curso la escuela básica, pero eso no le cerró ninguna puerta ni le puso piedras en el camino. Porque en su madurez prematura y en su sabiduría eterna, Alicia construyó escaleras, puentes levadizos, salidas de emergencia y una pequeña fortaleza en la que siempre nos sentimos a salvo. Éramos cuatro criaturas indefensas y mi madre luchó a brazo partido para sacarnos adelante. Ya fuese que vendiera quesadillas o pozole, que 150 tortas para el recreo de la Secundaria 8 o que preparara un banquete de chiles en nogada, pero mi madre le ponía buena cara al infortunio y mejor sazón a sus platillos. Mi madre era una gran cocinera, lo aprendió desde niña, y tenía el toque perfecto que se requería. Gracias a eso nos prodigó dos cuestiones vitales: escuela y buena educación. Yo no sé qué especias o que hierbas de olor usaba, pero algo tengo muy claro: siempre le puso tres cucharadas de esperanza, un chingo de amor y una ramita de tesón a todo lo que hacía. Por eso digo que mi madre es la mejor de todos los confines del planeta: aunque me obligara a ponerme suéter antes de salir o que me castigara por perder las gafas; aunque me diera aceite de ricino o insistiera con la sobredosis de sopa de letras.
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El día que mi madre me encargó con su comadre yo me sentí como un niño extraviado en el zoológico. Estaba azorado y tenía la sensación de que no volvería a ver a Alicia, aunque no era así. Sólo se manifestaba mi inocencia, huérfana de certezas en esos momentos. Pachita, la amiga de mi madre, y su esposo eran gente decente aunque no tenían ni puta idea de lo que era convivir con un niño que además ni era suyo. Ellos no tenían hijos y tampoco me iban a tratar como a uno de ellos porque estaban igual de confundidos que yo. Fueron varios meses los que viví con ellos, porque mi madre tuvo que cambiarse de ciudad por cuestiones que desconozco. Alicia no quería que perdiera el año escolar, así que la solución la propuso su amiga: “Si quiere, comadre, déjemelo a mí, yo se lo cuido”. Y el tiempo transcurrió lento, como suele suceder cuando te sientes igual que un exiliado en un país con un idioma extraño. Yo era un chamaquito que no hacía ni ruido cuando lloraba, nomás por no incomodar a sus anfitriones. “Oiga, Licha, su chamaco me apura. No habla nada. Y nunca sonríe”, le comentó Pachita a mi jefa. Alicia no estaba preparada para esas cosas, así que las cosas siguieron su curso. Y yo hablaba poco y sonreía menos. Será porque mi mejor refugio siempre ha sido conversar conmigo mismo o inventarme mundos paralelos y fantásticos. Cuando al fin acabó el curso, segundo de primaria, pude volver con mis hermanos y mi madre. Y me volví más aplicado en tercer grado y ayudaba en todos los quehaceres, porque suponía que si era un buen hijo jamás me volverían a abandonar temporalmente. Aquella fue una mala época para mí. Vivimos en Vallejo y hubo grandes momentos pero también pésimos pasajes, como la muerte de mi hermana más pequeña o ciertas cosas que es mejor enterrar en el traspatio, allí donde el olvido acumula polvo junto a unos patines obsoletos y a la sombra de un árbol demasiado viejo. Pero estaba con mi familia y para mí eso ya era un bálsamo. Mi madre nunca fue muy abrazadora, pero a mí me bastaba con verla cantar a Rocío Dúrcal, mientras planchaba, para creer que la vida había sido espléndida con ese pequeño que atesoraba silencios.
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Alicia se jubiló hace algunos años, pero no ha jubilado su ternura, esas muestras de afecto que prodiga, ni los abrazos cálidos. Alicia es un monumento al sacrificio, un homenaje a los que con poco son felices. Mi madre fue una mujer con muchos defectos, con demasiadas dudas, pero aún así tuvo la coherencia para sacarnos adelante en un mundo despiadado. Mi madre me abandonó algunas veces sobre un barco de papel y, sin embargo, estaba tan bien construido que resistió las tormentas. Y yo desplegué las velas, me dejé llevar por el viento, y llegué sano y salvo a ciertas islas solitarias. Y me tendí en la playa, a mirar el sol, a percibir la brisa, imaginando que un buen día los dioses me compensarían por mi habilidad para navegar con mal tiempo. Hoy ha llegado ese día: puedo decir, con una mano en el corazón y la otra en la brújula, que Alicia es la mejor recompensa. Yo tengo una madre que es naturaleza viva, que es bendición, que es mi orgullo, que es mi mejor ejemplo, que es una mujer que llora de alegría, que es mi heroína, que es mi origen y mi destino. Tengo una madre morena y trabajadora, que es generosa con los desprotegidos, que es una maravilla cuando sonríe, que es memoria viva de las malas épocas, que es un ángel guardián que nos sacó de la miseria, que es frazada en invierno, que es todo corazón y valentía. Tengo una madre que alfabetizó mi ignorancia, que me enseñó a no darme por vencido, que me remendó las alas cansadas de volar, que me educó para no ser un cretino... de tiempo completo. Alicia es una mujer en la frontera de la vejez, que no se cansa, que seguirá en pie aunque use bastón, que no ha jubilado la bondad ni la ternura. En pocas palabras, tengo una madre que es pocamadre. Y no hay sonetos que sinteticen su generosidad, sólo intentos de poesía: “Que no se canse tu reloj oxidado,/ que no se detenga tu corazón abundante,/ que aún tenemos pláticas pendientes,/ mientras los grillos estridulan secretos/ en el jardín de los recuerdos gratos./ Que no se clausuren tus miradas buenas,/ que nunca me falten tus palabras de aliento,/ porque mis pasos aún son inciertos/ y me falta navegar algunas tempestades/ que precisan del faro de tus consejos”. Sí, tengo una jefa que es a toda madre. Y hoy es su cumpleaños. Por todo esto es que la celebramos.