Otro día festivo con resaca, odiando las tardes grises, las calles inundadas, la gente que celebra cualquier cosa mientras el país se desmorona. Otro día maldiciendo las multitudes en el Metro, las noticias en los diarios, la imposición de nuevos impuestos. Se esfuma el jodido año y todo pinta peor que enero o mayo. Los políticos salen en la tele con sus trajes caros y sus miradas cínicas para advertir que defenderán los intereses del pueblo. Y los millonarios siguen especulando con el dólar. Y los banqueros nos cobran comisiones por cualquier pendejada. En el súper, las amas de casa lamentan que los vales de despensa ya no alcanzan para nada. En la escuela, los maestros piden libros cada vez más caros. Y en tu casa escasea el buen humor, tu padre se queja del pinche gobierno, y tu madre remienda los pantalones que ya no te quedan. Y el presidente suelta discursos cada vez menos creíbles, sobre la manera en que afrontaremos la crisis o de la lucha contra el narcotráfico. Tenemos un líder que no encuentra el rumbo, que nos ha decepcionado. Y encima sonríe cuando grita desde Palacio Nacional que vivan los héroes que nos dieron patria, “¡viva Hidalgo, viva Morelos!”, que viva nuestra independencia. ¿Cuál pinche independencia? Si somos esclavos de una crisis que nos hunde cada día más en la pobreza, que castiga nuestro optimismo. ¿Hay algo que celebrar? No tiene sentido, no, aplaudir el circo, cantar las canciones rancheras de todos los años. No tiene sentido, es inútil, pintarse la cara con los colores patrios, ponerse el sombrero ridículo o rociarse con espuma y tomar tequila de mala calidad, mientras nadie parece preocuparse de que los poderosos saquean las arcas e invierten el presupuesto en proyectos de sus familiares. Y para acabarla de joder los estudiantes están en manos de profesores malpagados. Somos un ejército inconforme, un ejército desesperado, pero igualmente inmóvil y con un rictus de resignación en la cara.
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La educación nacional es botín político. Los maestros tienen sueldos que no envidiaría un chofer de microbús. Los chamacos parecen educados, desde la casa misma, para engrosar las filas del desempleo. Tu sobrino está recursando tercero de secundaria porque "no le entran" las matemáticas, pero su mami dice que en realidad el maestro "le tiene mala fe". Tu vecino es vendedor de seguros porque no encuentra trabajo de psicólogo. Tu hermano tiene un título que sólo sirve para cubrir una mancha de humedad en la pared de la sala. Tu prima tuvo que aceptar chamba en Liverpool porque no sabe hablar inglés y apenas puede encender una computadora. En las solicitudes de empleo siempre hay huecos que nadie podrá llenar. Y las escuelas tienen laboratorios de computación que sólo sirvieron para que el presidente municipal se tomara la foto con su sonrisa de “la modernidad nos ha alcanzado”. Los niños son expertos en chatear y coleccionar amigos por Internet, pero desconocen cuál es la capital de China o el año en que asesinaron a Francisco I. Madero. Este país es un catálogo de sinsentidos, una antología de cosas inútiles que nos llevarán al abismo. Los libros son demasiado caros para quien colecciona el TV Notas, para los que prefieren capturar pokemones con el celular. Los adolescentes se van de pinta para embriagarse. Los candidatos se pelean el voto de los que no saben defender en las urnas su derecho a una vida digna. Tendremos otro presidente que velara por los intereses de los más ricos, de los inversionistas extranjeros, mientras nuestros niños memorizan los nombres de Pikachu y sus amigos. Y seguiremos condenados a festejar la “independencia” en el Zócalo, mientras la Trakalosa o Julión Álvarez gritan "¡fierro, pariente!". Sí, nuestro destino es rehén del secretario de Hacienda, de los recaudadores de impuestos, de los licenciados, de los corruptos, de los que adiestran multitudes con bailes populares y verbenas en la plaza central. Maldita sea, creo que me estoy volviendo un tipo amargado. Otro día con resaca y estoy insoportable. No hay lugar para las canciones, no me uno a los carnavales, y sólo soy una voz que maldice la indiferencia de una sociedad que se está acostumbrando al cinismo de los que nos gobiernan. Y esto, esto que escribo sólo es una antología de sinsentidos en un país que se desmorona. Y la miseria es homenaje a los locos, a los soñadores, según dicta Ernesto Cardenal: “Aquí pasaba a pie por estas calles,/ sin empleo ni puesto y sin un peso./ Sólo poetas, putas y picados/ conocieron sus versos./ Nunca estuvo en el extranjero./ Estuvo preso./ Ahora está muerto./ No tiene ningún monumento”. Porque los monumentos son recuerdos de mausoleo, añoranza de héroes que algunas vez se preocuparon por esta patria que hoy parece tierra árida y quemada. Y patria somos todos: lo que vivimos al día, los que cenamos atún, los que debemos la luz, los que pagamos en abonos, los que no tenemos un amigo en el gobierno, los que no evadimos impuestos, los que viajamos en Metro. Patria somos los que reparamos los zapatos, los mismos que seguimos esperando un cambio, los que llegamos arañando la quincena, los que leemos las noticias, los que estamos acostumbrados al abandono, los que fuimos humillados y ya no lo permitiremos. Patria no es este país corrompido, ni un puesto en el gobierno, tampoco el curul ocupado, ni la inmunidad diplomática o las promesas en campaña, como tampoco lo es un político con fuero. Patria no es la delincuencia organizada, ni los ladrones de cuello blanco o los banqueros descarados. Patria no es el gabinete en el poder, ni los discursos optimistas o las masacres disfrazadas. Patria somos todos: los que estudian, los que sí tenemos madre, los que no nos hacemos pendejos, los que no vivimos del erario, los que coleccionamos poemas, los que educamos a nuestros hijos para que cedan el asiento a los ancianos. Los que aún tenemos un poco de dignidad.