A golpe de desamor, que inocula un veneno de efecto lento, he aprendido con el tiempo que Cupido es bipolar. Un día amanece de buenas y te endosa alguna flecha benévola con fecha de caducidad. Pero hay días en que el muy inestable no se toma su medicamento y te lanza un dardo amargo que te hará la vida miserable, por un tiempo o una eternidad. Todavía recuerdo algún día, no la fecha, pero sí una mañana de esas que parecen tan comunes y corrientes. Yo era un chamaco de primer grado, con mi cabello relamido y mi uniforme impecable, formado en la fila de nuevo ingreso. No sé de qué año hablamos, eso no lo tengo muy claro, porque los días se nos transcurren como si fuera un mero trámite. Quizá era un lunes 3 de septiembre o vete tú a saber qué fecha en el calendario. Lo que sí tengo claro, habitando en mi memoria, es que yo estaba un poco tenso porque así pasa el primer día de clases y no sabes qué clase de maestr@ o de compañer@s te tocarán durante todo un ciclo escolar. No sé si repasaba mentalmente mi lista de útiles o si escuchaba las indicaciones que salían de los altavoces, pero entonces giré la vista a la derecha y vi a la chavita más linda que hasta entonces había observado en mi corta existencia.
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Yo que sólo me interesaba por el futbol y por las caricaturas, entonces tuve ojos por primera vez para una chica. Ella tenía el cabello largo, peinado magistralmente por una madre obsesiva (seguramente), y un perfil que a mí me pareció perfecto. Y entonces me miró un instante con sus ojos aceitunados y no pudo o no quiso sonreírme, pero esa mirada fue suficiente para hechizarme. A partir de entonces, si estaba en clase, si era el tiempo de recreo, si estábamos en los honores a la bandera, si levantaba la mano, yo no podía dejar de observarla furtivamente. Luego supe su nombre: Verónica Zúñiga. Y no sólo me gustaba, sino que la tendría cerca, porque éramos los más aplicados y gracias a eso nos tocaba hacer trabajo de equipo y tareas juntos. Verónica y yo nos hicimos amigos. O eso creía yo, mientras más me enamoraba de ella. Y pudimos ser todo lo que ella quisiera, lo que me pidiera, porque yo estaba seguro que estábamos hechos el uno para el otro. Y pasaron unos meses y compartíamos algunas cosas, como ciertas canciones y pláticas cortas pero gratificantes. Entonces comencé a mandarle cartas furtivas, poemitas melosos y declaraciones cursis, aunque ella ignoraba quién era su enamorado secreto. Hasta que se acercó febrero y uno que es un tonto ahí va con la mejor amiga a preguntarle esas pendejaditas que no necesita un hombre: “¿crees que tu amiga quiera andar conmigo?, ¿te ha dicho algo?, ¿le han gustado las cartas?”. Inseguro que es uno a esa edad, pues. Y entonces el pinche Cupido va y se pone en tu contra. “No, ni se te ocurra. A ella le gusta Fernando. Es más, eres un mentiroso, porque él es quien le manda las cartas. Yo misma le pregunté y él me dijo que sí”, la detesté cuando me respondió eso, en lugar de irme a madrear a Fernando por farsante. Y así supe por vez primera lo que era el maldito desamor.
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Que Verónica ignorara mis cortejos o que Cupido se volviera mi enemigo, no fue tan dramático. Lo peor fue cuando me hicieron burla las amigas de ella, que de por sí me caían gordas. “Lero, lero, no te quisieron porque eres un cuatrojos, cuatrojos, cuatrojos”, se rieron en coro las muy tontas. Y yo sólo les aventé el agua de limón que llevaba en mi cantimplora. Y tuvieron más motivos para odiarme. Y yo las odié todo el tiempo, desde entonces. Así que no tuve otra opción que dejar de hablarle a Verónica y no volvimos a hacer equipo ni a compartir tareas. Si de por sí ya destestaba mis gafas de aumento, a partir de ese día soñé con unos lentes de contacto. Pero cuando no tienes opciones, es mejor que te vayas acostumbrando. Y así tuve que hacerlo. Cupido y yo nunca nos entendimos, mejor me concentré en otras cosas. Y fui un buen estudiante, futbolista promedio y un amigo leal. Aunque nunca dejé de suspirar por otras chicas. Y así fui creciendo, volviéndome un chaval algo tímido y sin mayor gracia que escribir algunos poemitas decentes para que mis amigos enamoraran más a sus novias. Hasta que tuve una novia, algo flaca y sin mayor chiste, pero con mayor experiencia que este detractor de las cosas del corazón. Y como dice Joaquín Sabina, “así crecí volando y volé tan de prisa/ que hasta mi propia sombra de vista me perdió,/ para borrar mis huellas destrocé mi camisa, confundí con estrellas las luces de neón…/ Por decir lo que pienso sin pensar lo que digo,/ más de un beso me dieron y más de un bofetón”.
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Pero aprendí a besar con desesperación. Y hurgué debajo de algunas blusas, ocultándonos en lo oscurito. Y acaricié terciopelos que algunas chicas me ofrecieron. Y tuve uno que otro amor de esos que taladran, pero en general me atormentó el desconcierto, porque Cupido es un tipo caprichoso al que le encanta el bullying. En esos trances, entre besos y caricias, fui aprendiendo que las letras enamoran y que la inteligencia es un buen afrodisiaco, que la poesía atrae textualmente. Es verdad, tuve más otoños que veranos, pero las letras me han cobijado y la poesía me ha servido de resguardo en época de tormentas. No es que reniegue del romance, sería muy necio, pero ya he comprendido que Cupido es bipolar y le encanta estar chingando. Así que prefiero que el deseo sea más intenso que las cartas de amor. Todavía uso gafas, aún soy un cuatro ojos, pero esta mirada alerta ya no se entusiasma con cualquier primavera. Algo habré aprendido, porque ya no escribo poemas que rebosen optimismo y prefiero lanzar flechas que no compitan con las de Cupido. Por eso les recuerdo, a propósito de febrero, que hay que aprender a besar con desesperación, hurgar debajo de la ropa y acariciar terciopelos que algunas mujeres nos ofrecen, antes de que el desamor destile su veneno.