Cuando alguien te dice algo como “quiero ser el sol de tus amaneceres” es hora de empacar la poca dignidad que te queda y pedir un taxi con rumbo desconocido, esperanzado en que se cruce en tu camino una terminal de autobuses o el bar más cercano. Si alguien te escribe en un papelito que “te quiero igual que la noche a las estrellas”, sería mejor que trazaras al reverso un mapa sin retorno o que dibujaras un túnel que te saque de la maldita prisión de la cursilería. Aún más urgente sería un plan de fuga si cada mañana tu amad@ se empeña en escuchar a Toño Esquinca mientras recitan frases como “el sentimiento es una flor delicada, manosearla es marchitarla”. Si algo sobra en el mundo son tontos que se empeñan en atesorar frases huecas, “tesoros” de la superación personal que no les remediarán la maldita rutina de sus miserias. Sí, en efecto, hay una multitud de desesperados que se quieren quitar las ansias con capsulitas que no curan nada. Y son esos mismos que vociferan frente al tráfico, lo que maldicen al prójimo, los que menosprecian a los niños en los semáforos, los que se ríen de la desgracia ajena y los que lloran cuando los abandonan. Sí, son los mismos idiotas que no leen un libro al año, pero postean en el Facebook lo más selecto del programa de Mariano Osorio en frases cortas: “Valora lo que tienes porque no es lo mismo perder un minuto de amor que perder el amor en un minuto”. En verdad les digo, les reitero, que la cursilería sirve para un carajo: es como recitarle poemas a un maniquí, como declararle el amor a tu refrigerador. La cursilería es el recurso de los desesperados, de los que no saben que el amor es un contrato en el que nadie lee las letras más pequeñitas.
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Cuando tu amad@ te pida que le des “las llaves de tu corazón” es momento propicio para inventar un pretexto perfecto y huir disimuladamente. Por mucho que te guste, por mucho que te espante estar solo, sería preferible que dijeras “ahorita vuelvo, voy a buscar a un cerrajero”. Y buscar la salida más próxima, cerrar con cuidado la puerta, meter las manos en los bolsillos y doblar la esquina silbando una melodía como en las caricaturas. Y llegar a una librería para hojear algo de Bukowski que te despierte del letargo que han sido tus días: “Pregúntale al hombre recargado en la pared,/ al predicador,/ al carterista, al prestamista./ Pregúntale al revolucionario,/ al hombre que mete su cabeza en las fauces del león,/ al hombre con una pierna,/ a los ciegos,/ al cirujano que tiembla,/ al tragafuego/ al hombre más miserable que puedas encontrar,/ al payaso o a la primera cara que veas./ Pregúntame a mí,/ al que ha caído en la tentación, al condenado, al tonto, al sabio, al pendejo,/ a los edificadores de templos,/ al hombre de cara triste que toma café./ Pregúntale incluso a los mentirosos,/ al que tú quieras, cuándo quieras.../ A los calvos, a los gordos/, a los que van a los partidos de futbol./ Pregúntale a cualquiera de éstos o a todos,/ pregunta, pregunta, pregunta./ Todos te lo dirán:/ ‘Una mujer histérica en el barandal/ es mucho más de lo que un hombre puede soportar’”. Y es que curiosamente, las mujeres pierden la calma se vuelven huracán, comúnmente por asuntos relativos al amor: porque no les das suficiente atención o no alcanza la despensa para llenar el estómago y el corazón. Y también porque tus ojos no la miran de la misma manera. O simplemente porque tu Facebook está lleno de “las zorras de tus amigas” y además te la pasas pegado a la computadora, chateando a todas horas. Maldito Bukowski, reflexionas, por qué no me lo advertiste a tiempo.
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Y sí, es verdad, habría que huir de las mujeres posesivas, de los hombres asnos, de aquell@s que hablan como graznidos de cuervos. Habría que escapar de l@s celos@s, de l@s que husmean en tu celular y l@s que te llaman a todas horas nomás para checarte aunque estés dormido o soñando con estaciones de trenes. Habrá que ir haciendo un inventario de pretextos, algunas excusas, para estar más solo y perfeccionando algún plan B para la huída. Y es que el plan A seguramente que ya te lo descubrieron. No por nada te estudian, te observan con cuidado mientras tú pareces disimulad@: “¿Qué tienes, amor, estás algo rar@”. Y ni cómo decir la verdad, que te sientes asfixiad@, que quisieras salir a caminar un rato en busca de aire fresco. No, por todos los dioses, ni se te ocurra querer sacar a pasear al perro imaginario de tus ansiedades. “¡Yo te acompaño!”, sería la primera sugerencia. Y cuando digas que prefieres hacerlo sol@ comenzarían los reclamos: “¿Y ahora, tú, qué te traes?”, en el mejor de los casos. Porque pueden ser peores los reclamos, cuando se imaginan que sólo quieres salir para hablar por teléfono a alguien que no es tu loquero: “Tú me engañas, seguro que ocultas algo”. Y entonces fingirás tu mejor sonrisa, para aclarar: “Voy a la farmacia, porque olvidé comprar mis antidepresivos, y sirve que saludo de pasadita a la chica guapa del Oxxo”. Y entonces la réplica de un temblor: “Lo dirás de broma, pero como que últimamente vas demasiado al Oxxo, ¿no?”. La carcajada sólo acentuará su amargura, como si un Oxxo fuera el departamento de lencería en Sears. Así que mejor no salgas, quédate sentado y abre un libro en la página 29, allí donde un poeta sin ataduras ha escrito: “Una parvada de cuervos aletea en mis sueños,/ graznando nubarrones que presagian tormentas./ Demasiados diluvios a la vista/ y navegantes melancólicos/ extrañan alguna balsa de madera./ Quiero un viento alucinante,/ tempestuosa majestad en el norte,/ que me aferre al timón sin desvelo,/ mientras me acomodo la gorra de marinero/ para ya no ser capitán, ya no,/ de un naufragio que no deseo”.
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