Al infierno se llega por atajos, no cabe duda. Y el diablo sabe jugar sus cartas como buen ilusionista. Siempre habrá un rey de espadas que mate tus esperanzas. Nunca ganarás una partida que te jubile esa sensación de eterna derrota. Así mis días, así las madrugadas mirando el techo en silencio. Aquella noche yo no traía un centavo en la bolsa, mi chava me acababa de dejar para andar con un tipo que conducía un Mini Cooper. No es que yo la quisiera mucho, pero aquella mujer era encantadoramente seductora, sobre todo con jeans a la cadera. No obstante, su corazón era escultura de hielo. De hecho, Dante Guerra la describía a la perfección: "Hay recuerdos que se conservan mucho mejor/ en un lugar fresco y seco,/ pero también hay corazones ingratos/ que deben mantenerse bien refrigerados./ Hay amores con fecha de caducidad,/ que te indigestarán/ o se pudrirán tarde o temprano./ Hay mujeres, hay hombres/ con fecha de caducidad/ y te olvidarán cualquier mañana". Ah, pero estaba en que aquella noche me sentía un auténtico miserable. Salí del trabajo y sólo quería llegar a casa para servirme un buen trago, rodeado de silencios. Yo hubiera querido tener dinero para emborracharme en una cantina, con rockola y canciones de Radiohead, pero estábamos a mitad de quincena. Crucé la avenida con las manos en los bolsillos vacíos y justo antes de alcanzar la acera de enfrente un auto me tocó el claxon. Mi primera intención fue voltear y mentarle la madre al conductor. Sólo hice lo primero, porque el tipo me hizo una señal con la mano. Lo miré fijamente y enseguida lo reconocí. Pinche Luis, tenía años de no verlo. Me acerqué y me saludó con familiaridad. “¿Qué onda Robert, qué andas haciendo?”, preguntó. Pude decirle que “aquí nomás, saliendo del peor casino de la ciudad”, pero sólo expuse que “nada, voy camino a casa”. Él me sugirió abordar el auto, “súbete, vamos a una fiesta”. Ni lo dudé. A veces el diablo prepara en tiempo récord la subasta para tu alma.
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En el camino Luis me explicó que me andaba buscando desde semanas atrás, pero nadie parecía tener mi teléfono. No era extraño, porque teníamos pocos amigos en común. “Es que trabajo en una editorial y te quiero proponer un bisne”. Yo lo escuché con reservas. “Siempre me ha gustado cómo escribes, qué te parece si editamos tu libro”, caray la propuesta era interesante. Cuando llegamos a la fiesta yo no conocía a nadie, pero Luis se encargó del resto y me presentó como “un amigo escritor al que le voy a editar su libro”. Una chava de ojos claros preguntó que “¿de qué va a tratar el libro?”. Sonrió cuando le detallé que “básicamente es un manual para aprender a volar sin alas”. Ella me miró : “Ah caray, ¿y cómo es eso?”. Bebí un sorbo de mi vaso y expliqué: “Hay mujeres que sólo con hacerte el amor te elevan unos centímetros del suelo”. Yo proseguí, “pero hay algunas que te llevan a cielos poblados de truenos y destellos”. Me tomó del brazo como si me conociera de toda la vida: “Oye, eso suena muy bieeen”. Ya estaba de este lado. “Cuando quieras te puedo dar un curso intensivo en aterrizajes de emergencia”. Ella rió ante mi atrevimiento. “Oye, ¡estás coqueteando conmigo!”. Luis aprovechó una pausa para decirme sutilmente “ahí te dejo con ella” y se fue a saludar a unos amigos. Natalia, que así se llamaba, estuvo charlando un rato más conmigo, me dio su número telefónico y se marchó porque su novio pasó por ella. No la llamé pronto, sino un par de semanas después. Nunca pude enamorarla, porque estaba muy clavada con su galán. Pero a ella le gustaba aquel juego de seducción que le sacaba lustre a su vanidad. Un buen día extravié mi celular y con ello la posibilidad de buscarla y llevármela a la cama. Les digo que el pinche diablo sabe jugar muy bien sus cartas, es un tahúr que no tiene vergüenza, ni atisbo de piedad.
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Un mes después Luis me llamó para preguntar que cuándo firmábamos el contrato. A los pocos días tenía en mis manos cinco hojas con términos rebuscados y lo que más me llamó la atención fue la parte que decía: “La vigencia del derecho adquirido a través del presente contrato será de diez (10) años, contados a partir de su fecha de firma”. Aquello me hizo mucho “ruido”. Así que le llamé para decirle que “el plazo me parece muy largo”. Él estuvo de acuerdo en modificar esa cláusula. Pero todo se quedó en proyecto. Yo me extravié un tiempo en pendejadas, sufrí por una mujer que me arrebató la calma, orquesté un plan de fuga para liberarme de algunas ataduras. Y pasaron los días, las semanas. Hasta que un amigo me preguntó qué había sucedido con lo de mi libro. “Ya no creo que sea tan buena idea”, me resistí. “No seas mamón, mejor di que no has hecho nada”, me retó y me pidió que lo llamará al día siguiente para que me pasara el contacto de no se quién. Como mi especialidad es sabotearme de antemano, tampoco lo tomé en serio. Y como siempre, encontré señales en las canciones, en rolitas de Babasónicos que me dicen mucho: “Soy víctima de un Dios/ frágil, temperamental,/ que en vez de rezar por mí/ se fue a bailar,/ se fue a la disco del lugar./ Quiso mi disfraz/ y vivir como un mortal./ Como no logró matarme/ me regaló una visión particular”. Y entonces comprendí que ya estaba bien de huir sin rumbo. Así que me reuní con Luis para firmar el contrato. De ganancias ni hablamos, pedimos unos tragos, porque los tratos como éste se sellan en una cantina. Por alguna razón sentí como si le estuviera vendiendo mi alma al diablo o comprando una membresía para el infierno. No me equivocaba. Poco tiempo después a Luis le dieron las gracias en la editorial y se desapareció del mapa. Ni siquiera tuvo la decencia de despedirse o romper el contrato en mi cara. Una vez más el destino o el diablo o el aleteo de una mariposa en el otro lado del mundo, echaban por tierra ese proyecto. Y ha habido un par de propuestas más, pero nada concreto. El “Manual para canallas” se parece a las mujeres que describe Dante Guerra: tiene fecha de caducidad y tarde o temprano terminará arrumbado en el baúl de los recuerdos, en la bodega de cachivaches, junto a las medicinas del abuelo. Ni cómo chingados saberlo. Mejor sigamos cultivando la poesía de Dante Guerra o José Ángel Buesa: “Entre todos mis libros, es éste el que prefiero,/ éste que un día dejé a medio leer,/ lo cerré de repente, lo puse en el librero,/ y ya lo cubre el polvo del ayer”.