Una mujer desnuda a contraluz es un relámpago de deseo. Eso lo sabía muy bien Sofía. Y el espejo le devolvía la seguridad. Aún así, ella me preguntaba que si la encontraba atractiva. “Sí, eres hermosa y lo sabes”, a mí me encantaba, aunque me chocara esa costumbre tan suya de hablar demasiado mientras se vestía. “Oye, ¿no te dije que la hija de mi jefe intentó suicidarse’?, se giró para mirarme. Sólo alcé los hombros en señal de me-da-lo-mismo. “Siiiií, ¿tú crees? La chavita se dio un balazo en la panza”, siguió mirándose al espejo. “¿Por qué me cuentas eso?”, exhalé, “yo ni conozco a tu jefe y mucho menos a su hija”. Eso llamó su atención y se acercó hacia mí. “Es que, mmm, es que me parece algo terrible”, parecía sorprendida con mi reacción. “A mí lo que me parece terrible es que alguien quiera suicidarse de un balazo en el estómago y no en la cabeza”, expliqué. “No lo sé, pero la chava es anoréxica”, soltó como si eso explicara todo. “Sólo quería llamar la atención”, expliqué con desgano. Yo me pregunté mentalmente cómo es que Sofía sabía todo eso. Seguramente se acostaba con su patrón, aunque ella me había dicho que “no es feo, pero está muy grande para mí”. Entre Sofía y yo no había compromisos, ni presiones, ni nada parecido. Lo nuestro era más como una necesidad. Si pasaba por un mal momento me llamaba con el argumento de “invítame a salir, aunque sea al cine”. Y si yo andaba de humor la buscaba para “echar un par de tragos y bailar un poco”. Al final siempre acabábamos en su departamento y nunca me dijo que me amaba ni yo solté un “te quiero”. Nuestras conversaciones eran básicamente lo que ella contaba: “Mi auto hace un ruido extraño. Creo que es el motor”. Me limitaba a sugerir lo obvio, como “es hora de llevarlo al mecánico”. Para ella era fácil, como quien dice me cambiaré de ropa, manifestar que “mejor le voy a decir a mi papá que me compre otro”. Y yo odiaba cuando hablaba de la bolsa tan padre que se compró quién sabe en dónde su amiga y que sentía envidia-de-la-buena. “Querida, no existe envidia de la buena. Sólo es envidia y ya”, yo acariciaba su pierna. “Ay, me chocas, tú siempre tan así”. Éramos polos opuestos, sólo había deseo y ganas de no estar tan solos por momentos. Estaba claro que eramos dos solitarios que no sabíamos estar solos mucho tiempo. Con la diferencia de que los vacíos de ella eran mucho más complicados de llenar.
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Sofía ya no creía en eso del amor-para-siempre y algún día terminaría casada con un tipo que fuera del agrado de sus padres, no alguien como yo que, se burlaba Sofía, “todavía sueña con que un día nos gobierne la izquierda”. Ella me conocía menos de lo que suponía y le intrigaba que yo perdiera el tiempo escribiendo “puras historias tristes y poemas que no entiendo”. ¡Mi vida! Por eso dejamos de vernos, porque ya estábamos distanciados desde el momento en que nos conocimos, en un concierto de James, cantando “Say Something”. Ella acudió porque una amiga y su novio la invitaron para que conociera a Eduardo, un "chavo lindo y con varo" que no tenía novia. Así que Sofía y yo coincidimos bebiendo un trago en el lobby del Auditorio Nacional. Comentamos algo sobre lo raro que bailaba Tim Booth y lo bien que suena "She's a Star" en vivo. Luego ella me diría que "me late más The Cure, me encanta esa especie de tristeza optimista de Robert Smith". Intercambiamos datos y a los pocos días me mandó solicitud de Facebook y un WhatsApp para saludarme y preguntar si tenía plan para el fin de semana. Le comenté que no y me invitó una fiesta, "bueno es una reunión por el cumple de una amiga". Acepté con la condición de que me marcharía en cuanto empezara el karaoke. Ella sonrió desde la lejanía y soltó el típico "eres un tontito, pero me caes muy bien". Y yo intuí, porque está en la Nueva Constitución, que cuando una mujer te dice "eres un tontito" es porque te quiere comer. "Además, si hay karaoke, yo me voy contigo porque también me choca", aclaró Sofía. "Pues ojalá que se pongan a cantar las de José José", advertí, "para fugarnos a un sitio menos patético". Reímos con la posibilidad. Ella me intuía. Yo la deseaba. Desde que la vi entendí que era esa clase de mujeres que te pueden robar la calma con solo desnudarse frente a ti. Y así fue un buen tiempo: la vi desnudarse, la acaricié con la mirada, nos volvimos locos en primavera y en invierno, pero lo bueno no siempre es lo mejor. Ella y yo no podíamos estar juntos mucho tiempo, sólo lo necesario. Ya lo dice Dante Guerra: "Entre tus manías y ciertas locuras/ hay demasiados espacios en blanco/ que nunca podré llenar./ Entre mis silencios y melancolías/ hay algunas cosas que no entenderás./ Tú tan fresca y primaveral,/ yo tan cactus desértico;/ tú tan Chanel número cinco/ y yo tan ebrio de Matusalem./ Entre tú y yo hay silencios/ que llenamos a destiempo/ con lenguajes algo opuestos/ y demasiadas maldiciones/ envueltas para llevar". Eramos una bomba de tiempo, lo supe desde que la conocí, que no se podía desactivar. Y se fue con una sonrisa triste, como en una canción de The Cure.
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Desde que Sofía se fue, me ronda en la cabeza la idea de ser menos cerebral. "Piensa menos y déjate llevar", solía decirme ella, "a todo le quieres encontrar una explicación o un pero". Y tenía algo de razón aunque nunca me conoció por completo. En realidad no le interesaba conocerme mucho. Sus pláticas, sus preguntas, siempre eran en torno a ella: "Ya te conté que mi madre se muere por tener un nieto. Ya me anda carrereando y dice que me va a buscar un buen candidato". Yo daba una calada a mi cigarrillo, porque en aquel entonces aún fumaba, y le respondía tonterías: "Pues si fueras a tener un hijo mío y tu madre se enterara, júralo que se moriría. Literal". Ella me miraba con un enfado gracioso y recriminaba que conmigo "nunca se puede hablar en serio". O siempre salía con frivolidades del tipo "no sé si pintarme el cabello de castaño acaramelado o rubio cenizo". Esa es una de las muchas razones por las que los hombres prefieren salir a emborracharse, pretextaba yo. Aún así, la eché de menos algún tiempo. Y llegué a creer que me vendría bien volver a dar clases o armar un taller de redacción o algo que me ayudara a olvidar tanto pinche vacío en mi existencia. A veces escucho a Diego Vasallo y recuerdo las caricias de Sofía, a veces tibias, en ocasiones tan frías; su silueta contundente, deslizándose desnuda hasta mi cama: “La música en la calle murió,/ en la ciudad sin ley, en la ciudad del temor./ Los besos ya no son de verdad,/ en la ciudad del crimen ya no existe el amor./ Miénteme con labios de miel,/ miente con cariño a mi piel,/ al entrar, en el negocio de amar”. Sí, creo que en definitiva volveré a dar clases o impartiré un taller de cualquier pinche cosa, con tal de no pensar tonterías o recordar mujeres que nunca podré amar.