En las casas de mi infancia casi siempre había goteras. Y gente yendo y viniendo. Primas lejanas, tíos que iban de paso. Todos era de equipaje ligero, porque se marchaban pronto. En una maleta cabe poco o hay espacio para todo. Mi padre, por ejemplo, empacó unas cuantas pertenencias y nos dejó un chingo de cosas: la ausencia, el hambre, la desesperación, incertidumbre, tristeza, frío, miedo, el corazón maltrecho de mi madre, los ojos abiertos de nuestra confusión, un par de cuartuchos con el alquiler pendiente y goteras que lloraban sin parar en época de lluvias. También, mi jefe nos dejó sin quererlo este espíritu inquebrantable: Debíamos avanzar, entre tropiezos y cumpleaños sin pastel o motivos para festejar. Y llegar a una frontera en la que él no tiene pasaporte. Junto con mi madre y hermanos, cargamos en el equipaje infinidad de herramientas: coraje, la dignidad, algo de suerte, mucha fortaleza, ganas de trabajar, honradez, rabia y una educación a prueba de fracasos. Mi madre fue la guía, el corazón, un faro en madrugadas de niebla, el combustible necesario para no dejar de luchar. Y abrazos tibios para curarnos la tristeza. Y así fuimos por vericuetos, hasta encontrar un futuro que nunca pareció promisorio. Y sólo quedan los recuerdos de aquellos años duros, tiesos como bolillos remojados en café instantáneo. Como se lo escribí a mi hermano en un libro obsequiado: "Gracias por ser parte de este viaje, por los años en que nos ahogaba la miseria, por el camino a mi lado".
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Mi jefa apenas terminó la primaria, pero de algún modo se las arregló para que no dejáramos la escuela. Ella es una mujer sencilla, en sus gustos y en sus ambiciones, pero con la visión suficiente para heredarnos un fuego a prueba de tormentas. En mi memoria habita esa mujer que nos legó el gusto por la música: despertábamos, comíamos y merendábamos con canciones. No es de extrañar que nuestros recuerdos tengan un soundtrack infinito. Y adoptamos algunos himnos de batalla, en los momentos críticos, en las horas de confusión. Es curioso, pero en mis épocas de incertidumbre, me refugiaba en mensajes certeros que provenían de las bocinas: “Sigo siendo un gato en la ciudad, dame una oportunidad.../ Son las cuatro y no puedo dormir,/ salgo a la calle a pelear por mí./ Solo me muevo bien y la noche me toma por rehén./ Alguien tira para abajo, yo me trato de zafar,/ alguien que grita ‘es de los nuestros’,/ alguien que lo va a buscar./ Pero venga lo que venga, para bien o mal,/ tira, tira para arriba, tira./ Si no ves la salida, no importa, no importa, vos, tira”. Sí, Miguel Mateos era buen asesor en caso de emergencia. Y así, entre empujones y poca plata en los bolsillos, fuimos llenando la valija de canciones, de himnos correctos para no perder la esperanza. De Caifanes a Sabina, The Cure o Depeche Mode, Café Tacuba y Virus, Soda Stereo y Los Fabulosos. También Aute, Serrat, Calamaro, Silvio Rodríguez y La Maldita. Todos ellos mis aliados, mientras mi padre se ahogaba en las cantinas con el tequila del fracaso.
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“¿Y tú qué quieres ser de grande?”, me preguntó la maestra de sexto año. Yo soñaba con ser abogado y mi argumento estaba cargado de ilusiones: “para defender a las mujeres como mi madre”. Ya en la secundaria mi abanico de opciones se extendió: a ratos deseaba ser arquitecto, topógrafo para chambear lo más pronto posible, también ingeniero y hasta futbolista. Sólo que un buen día la maestra de español nos pidió una composición sobre nuestros miedos. Yo escribí sobre la tristeza de mi madre. A la profesora le gustó, me puso diez y me pasó a leer al frente. Fui la burla de mis compañeros y la envidia de los más listos, aunque lo más relevante fue la sugerencia de la teacher: “Te recomiendo que no dejes de escribir, porque lo haces bien”. Lo que la maestra no sabía era que yo estaba formado con trozos de drama y alegría, que rescataba de El libro semanal y una infinidad de canciones. Así que mi estilo de entonces estaba repleto de lugares comunes. Y sin embargo seguí sus instrucciones. Desde entonces las letras me han construido una fortaleza a prueba de siniestros. Y cuando siento que flaqueo o que hay que seducir a alguien nunca falta algo de Virus: "Un remolino mezcla los besos y la ausencia./ Imágenes paganas se desnudarán en sueños./ En el espejo, reflejos viajeros./ Un apagón sentimental, la ruta pasa./ Vuelve el deseo y la ansiedad de este cuerpo./ Mi boca quiere pronunciar el silencio".
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Hoy que mi padre envejece encerrado en su exilio, que se cura las resacas de su olvido envilecido, yo oteo el horizonte con las mismas ganas de andar cuesta arriba. Así que guardo algunas canciones en la iPod, evoco algún estribillo y comprendo que es tiempo de tomar nuevos caminos. Ya lo dicen Los Rodríguez: “Nunca digo la verdad pero nunca miento./ Todavía tengo un poco de corazón./ No me acuerdo la letra de nuestra canción,/ pero tengo un billete de ida,/ porque para mí vivir es una forma de vida…/ Me queda un poco de inspiración,/ alguna pistola en un cajón,/ pero está bien escondida,/ porque para mí vivir es una forma de vida”. Y sí, en efecto, mi madre me heredó la mejor de sus fórmulas: hay que vivir sin claudicar, con la frente en alto, la mano en el corazón y las canciones para el camino. Porque somos de los que crecimos con goteras que lloraban de noche. Porque somos los que vivimos entre goteras a prueba de olvidos. Porque las canciones siempre opacarán las tormentas de julio y agosto, los nubarrones de nuestras almas enmohecidas. Somos los que siempre acabamos confundidos, con el corazón vacío y las flores marchitas. Somos los que tristeamos con la lluvia, pensando en amores que no volverán. Somos los que nos emborrachamos con mezcal y nuestras canciones preferidas. Somos los que de madrugada escondemos el celular, para no mandar posdatas por WhatsApp. Somos lo que nos curamos las resacas con maldiciones todo el día. Somos los que vivimos al límite, como si nuestro funeral estuviera a la vuelta de la esquina.