Cuando los buitres nos sobrevuelan

Al día 29/12/2016 06:00 Roberto G. Castañeda Actualizada 06:05
 

Cada triste diciembre es lo mismo: Ojalá ya se acabe el año y que en el 2017 nos vaya mejor. Doce meses para el olvido. El inevitable recuento arroja cifras alarmantes y no hay espacio para el optimismo. Sube la gasolina. Se desmejora el peso ante el dólar. Ya nos ensartaron y nos volverán a ensartar. Bueno, tengo trabajo y salud, tratas de consolarte por la falta de varo. Pinche remedio para la migraña. Una aspirina de la chingada. Nada que solucione tus grandes males. Tu existencia es un constante vacío: el bolsillo, el estómago, el alma. Vives al día, con apenas lo suficiente para llegar al fin de quincena, contando y estirando los pesos.
Tu ángel de la guarda es como una silueta dibujada en el asfalto, caído bajo el fuego cruzado. No quedan esperanzas, sobran lamentos. Si hubiera estudiado, si no me hubiera casado, si le hubiera hecho caso a mi madre, si no hubiera hecho esto, si me hubiera atrevido… Sospechas que tu wey te engaña, reniegas de todo, sufres por cualquier cosa. Vale madres, ojalá que ya se acabe el año. Embriagarse sólo es un intento de fuga. Te gusta una chica del segundo piso. Te odian tus compañeros de trabajo, tú no soportas a los lamebotas, pero al final todos se dan el abrazo. Y la recepcionista baila con todos, se pinta los labios y no falta el atrevido que le dice que le hace falta conocer a un verdadero hombre, pero a Laurita le basta con acostarse con el licenciado y jugar el juego de la amante con la esperanza de que un día la saque de trabajar. El licenciado es un hijo de la chingada, coinciden todos. Y sin embargo envidian su sueldo y el auto del año y los trajes que lo hacen ver como si fuera un tipo decente. Feliz Navidad y próspero año nuevo, levanta su copa y todos repiten el mismo pinche ritual de todos los años. Luego, cada quien a su casa, a pelearse con la mujer, a soportar los ronquidos del abuelo, a escuchar los llantos del niño, a regañar a los chamacos para que dejen de estar peleando.
La Navidad es un maniquí con bufanda, un santaclós made in China, un compacto en formato mp3 con “yo no olvido al año viejo” y esa canción que habla del “caballo de la sabana, porque está viejo y cansado”. Ni pex, cenaremos pollo rostizado y Sabritas. Y te regalarán el peor disco de Arjona. Y al otro día la resaca. Y luego el año nuevo. Y otra vez las rutinas, las esperanzas torcidas y este país sobrevolado por buitres de cuello blanco. Ya nos ensartaron y nos seguirán ensartando. Sigan votando por los mismos buitres que se ponen bufanda navideña y mandan mensajes positivos a la nación.

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Diciembre es un comercial de Telcel, aquel aparador de Plaza Aragón, el árbol navideño en Parque Tezontle, el Santaclós falso afuera del Walmart y ese folleto de Soriana que promete descuentos. Diciembre es una invitación para endeudarse a largo plazo: “Compre ahora y empiece a pagar en marzo”. Sí, el fin de año es una magnífica oportunidad para reconciliarse con los que hemos alejado. A quién chingados engañamos. No seamos hipócritas: Daremos un abrazo cálido y no volveremos a verlos mientras queramos. Mejor sentémonos en silencio, observemos los rituales de nuestros padres, respetemos el brindis de la abuela, lloremos por lo que hay que llorar, elevemos alguna plegaria al cielo y pidamos que no acabe de llevarnos la chingada. Yo sé, claro que lo sé, que son tiempos de paz y armonía y esas utopías que escriben en las tarjetas postales. Sí, yo sé, yo sé, así que no le hagan mucho caso a este inconsciente que tendría que estar haciendo una lista de buenos deseos.
Sí, son tiempos de armonía, de esperanza, de brindis y buenaventura, pero el asesino no descansa, ni el ladrón de cuello blanco, ni el político que nos atracará mañana, ni la líder sindical que nos estafa, ni el sicario con el cuerno de chivo, mucho menos el ladrón de nuestras esperanzas. Y no, no quiero, no, sonar amargado. Sólo soy un tonto que no cree en las cifras oficiales, ni en los informes maquillados. Sólo soy el mismo que levantaba la mano en el salón de clases, ese chamaco inconforme que no se quedaba callado, el tipo insolente que recita a los poetas más incendiarios, el que se ríe de sus miserables aumentos al salario mínimo. No, en verdad que no quiero sonar amargado... sólo pasa que a mí las Navidades me parece que se han ido distorsionando.
Somos un ejército de desfavorecidos, millones de desesperados. Y será mejor salir a la calle y ser espléndido, unirse a una causa benéfica, cobijar a los que pasan frío, obsequiar un juguete al más desfavorecido del vecindario, sonreírle a todo mundo, abrazar a tu perro, separar la basura, no estacionarte en doble fila, darle propina decente al mesero, cederle el asiento a las embarazadas, respetar el derecho ajeno, no meterte en la vida de tus vecinas, sacar nueve en matemáticas, invertir en poesía y bieneducar a tus hijos, emitir un voto razonado y renegar de los corruptos. Y hay que ser agradecido con tus padres, estar en gracia con los dioses y en paz con tus demonios.
Habrá que levantarse con buen ánimo y partirse la madre otra vez y caerse y lavantarse. Y volver a caer. Y levantarse. Habrá que ser un luchador incansable. Y no, seguramente no, no serás la mejor persona, ni el más noble de tu cuadra, pero algo estarás cambiando. Así que por ahora brindemos por los desesperados. Hagamos el brindis de la desolación que sugiere Dante Guerra:  “Este luto y este corazón desolado/ no deberían arrinconarnos./ Levantemos el corazón. Lo tenemos levantado./ Levantemos la mirada. Es justo es necesario./ Levantemos el puño por los desaparecidos./ En verdad os digo que es justo y necesario./ Que Dios los agarre confesados./ Esta rabia y estos corazones desolados,/ ya se están despertando/ después de tanto letargo”. Y también maldigamos a los que no se cansan de estafarnos, cada diciembre y todo el año.  Maldigamos a los que lucran con nuestro sudor, con la gasolina y hasta con la volatilidad del peso.

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