“Hay hombres como sombras, que te besan la espalda. Y hay sombras como perros, que te siguen a todos lados. Hay hombres como sombras, que nunca se van”, me escribió alguien en un trozo de papel.
Igual que los hombres simples, he dejado el traje para mejores ocasiones: como la boda de mi primo Arnaldo o la graduación de mis hijos o hasta mi propio funeral. Ahora, como los hombres prácticos, prefiero los jeans desgastados y el calzado cómodo. También he dejado de lado el portafolios o la mochila ocasional. Y sólo viajo con lo esencial: un libro en la mano o la bitácora del día y lo que apenas me cabe en los pantalones. De hecho, traigo en el bolsillo un montón de cosas que no sirven para nada. Tengo en la bolsa izquierda del pantalón, un cuarto de dólar, una billetera anoréxica, y una píldora contra la depresión que sólo cargo en caso de emergencia. Y en la bolsa derecha se confunde un encendedor con la memoria USB en que guardo algunos textos incompletos. También allí cargo un amuleto contra las malas vibras y una estampita con la imagen de San Charbel, así como la credencial para votar y una nota para recoger la ropa de la tintorería. Y en el fondo habitan restos de tabaco, migajas de galleta, por mencionar algo, y cinco pesos que serían perfectos para viajar en Metro si no fuera porque traigo mi tarjeta recargable con la silueta del Ángel de la Independencia. Y sí, en los bolsillos del pantalón siempre coinciden las cosas más extrañas: un vale para un helado “gratis” en la compra de un pinche combo de hamburguesa-papas-y-refresco. Tal vez un billete de dólar doblado en forma de pirámide, la bolsita con semillitas “de la prosperidad”, el amarre que te dio la astróloga para curar tus decepciones amorosas, una cajita de cerillos, acaso un cortaúñas, dos boletos del trolebús, cuatro números telefónicos anotados en un trozo de papel, el mini calendario que te regalaron en la pollería, los audífonos del celular, un fósforo que escapó del montón, el arete que encontraste en la escalera, un volante del 2x1 en los martes de Pizza Hut, una servilleta de medio uso y la navajita Victorinox que nunca usas pero que cargas por si se ofrece destaparle una chela a la más guapa de la fiesta.
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En mis bolsillos también caben mis manos, cuando espero recargado en una esquina y en esas veces que camino como si buscara algunas respuestas. Pero en mi cartera anoréxica del bolsillo izquierdo igual habita otro mundo de posibilidades: Allí no hay sitio para el optimismo. En ese objeto cuadrado y más delgado que de costumbre nunca hay más de dos billetes. Y uno de ellos es un jodido dólar, con una marca de tinta que según “atrae” el dinero. Ni madres, qué. En la cartera abundan otras cosas: tarjetas de presentación de quién sabe quién chingados es el licenciado Raúl Mendizábal, de un vendedor de seguros y una diseñadora de interiores que se burló de ti cuando le preguntaste que “si podía amueblarte el alma o al menos tapizarla con un papel más colorido”. Y también coexisten tres fotos tamaño infantil, la credencial del trabajo, el monedero electrónico de la Farmacia del Ahorro, un recorte de periódico con una oferta del mes pasado, la fotografía “escondida” de aquella ex novia que no te ha olvidado, un comprobante del Melate que no has checado, también la tarjeta de débito, un mapa miniatura con las rutas del Metro. Y lo más importante: escrito a mano, en una hojita perfectamente doblada, está el poema de Dante Guerra que no te atreviste a enviarle a una mujer que poblaba tus sueños: “No te he dicho que me gustas,/ pero me atraes de un modo extraño,/ particularmente extraño./ Y no es que sea una atracción de melancólicos/ ni de esos pretendientes cursis/ que se devoran las uñas con las ansias./ Más bien me gustas de una manera imposible,/ porque entre tú y yo existe alguna frontera lejana y ciertos muros invisibles./ Me gustas de una forma algo insana,/ no la de esos locos que se rascan la cabeza,/ sino de esta manera rara que tenemos/ los que acariciamos rostros en una foto,/ los que suspiramos a la distancia,/ los que quisiéramos inventar conjuros/ y aparecer como si nada en el balcón de tu recámara./ No te lo he dicho, pero me gustas/, me gustas de una manera exacta,/ como la matemática aplicada/ para que mis pensamientos se transformen/ en el viento que desarregla tu cabello/ en esta tarde de otoño y corazones como huracanes”. Y mientras más lo lees y vuelves a releer, más te das cuenta que debiste haberlo enviado. Quizá no estarías sentado aquí, revisando los bolsillos y haciendo un inventario de las miserias, sino sonriéndole a una mujer de cabellera alborotada y desnudez bendita entre las sábanas.
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Y en la bolsa trasera de mis jeans conservo los comprobantes de pago de cada mes. La cuenta del teléfono, el recibo del agua, igual la oración para conservar el trabajo y una dedicatoria que encontré en uno de los libros que me regaló alguien cuyo nombre prefiero no mencionar para no completar el conjuro que quizá me habrá lanzado ella en una noche de luna llena, cual hechicera con mi nombre tatuado en el hombro izquierdo: “Hay hombres como sombras,/ que te besan la espalda./ Hay hombres como faros,/ que te guían con sólo una mirada./ Y hay sombras como perros,/ que te siguen a todos lados./ Hay faros como tus ojos,/ que provocan mil desvelos./ Hay hombres como sombras/ que nunca se van, que no se van nunca/ y siempre estarán entre tus pestañas/ evitando que duermas soñando otros labios./ Sí, hay sombras que no saben de exilios”. A mí nunca me pareció que ella escribiera con mucha inspiración, pero le gustaba hacerlo y eso ya tenía su mérito. Lo único que no me agradaba era que le daba por dejar sus papelitos entre mis libros y de vez en cuando saltan y me toman por sorpresa mientras busco alguna referencia entre los poemarios de Benedetti o los de Roberto Fernández Retamar. Y entonces la imagino, sentada en su cuarto y con las gafas para leer, ensimismada en la genialidad de Julio Cortázar o releyendo a Nicanor Parra y Roque Dalton. Yo no sé qué habrá sido de su vida, tampoco es que me entusiasme saberlo, pero lo que sí tengo claro es que a ella la poesía no le alcanzará para sanar los olvidos, porque en verdad que el olvido, como la pasión y el dolor, no respetan agendas ni saben de calendarios o relojes de arena que se escurren entre las manos.