Muy seguido en mis sueños me veo jugando con mis hermanos, de pequeños. Aunque a veces sueño que me pierdo en el tianguis. Y trato de gritar pero no me escuchan, no sale ni un sonido de mi boca. Y es entonces que abro los ojos para suspirar el infaltable “no mames, sólo fue un mal sueño”. Uno de mis miedos más frecuentes de la infancia era perderme y nunca regresar con mis hermanos. Aunque mi familia es disfuncional, como suele ser habitual en un país como el nuestro, agobiado por las deudas más comunes. Pero el más disfuncional soy yo, eso lo tengo bastante claro.
A mi hermano menor le decían Clavo o Gallo, nomás por llamarse Claudio. Creo que a él no le gustaba ninguno de sus apodos. Con Claudio era un siempre reír a su lado, un sentirse bendecido muy constante. Y lo conozco desde pequeño, desde que era un niño chillón en su casi cuna (aquello no era una cuna, pues); desde que jugaba en la tierra con su cochecito amarillo; desde que corría por la vecindad con sus pantalones remendados; desde que iba y venía con su short rojo. Lo conozco desde siempre, desde que merendábamos té de limón con bolillo. Lo conozco desde que se descalabró jugando futbol, desde que nos íbamos de pinta. Y en esencia es el mismo camarada. Ya anduvo, ya deshizo, navegó y charló con los peces mientras se abandonaba al mar. Y el oleaje nos lo devolvió como si nada, afortunadamente. A veces sueño que juego futbol con aquel niño fantástico que hoy es un hombre risueño. Claudio es mi hermano, el esposo de Ale, el hijo de Alicia, el carnal de Silvia y Nadia, el tío de mis hijos. Y por supuesto, el mejor padre del mundo mundial. Por lo pronto, mientras lo sueño con su short rojo y su camisa blanca atrapando un balón, tengo claro que lo quiero infinitamente aunque ya no le digan Gallo o Clavo.
"Estás loco, hermano, a mí no me hiciste daño", me aclaró mi hermana Silvia la vez que le pedí perdón porque sentía que la odiaba un poco cuando éramos niños. Ella es la menor y a mí me afectaba no ser el consentido. Yo concentraba mis esfuerzos en en verla llorar. Y le quitaba la cabeza a sus muñecas y me comía sus gansitos congelados. Era una niña hermosa, siempre despeinada. Y ahora somos tan iguales: inflexibles en nuestras indiferencias, implacables en el olvido. Pero ella resultó mejor persona. Es solidaria, sensible y una excelente madre. Silvia se prodiga en sus afectos. Ella disfruta las cosas más sencillas de la vida. Las desgracias la han fortalecido y se rodea siempre de afectos sinceros. Yo cosecho tempestades. Ella cuenta estrellas desde su ventana. Silvia es una mujer que te llena de fortaleza. Yo escribo un manual para bipolares. Mi hermana es un catálogo de virtudes. Nacimos en el mismo mes, en diferente año y pese a que es menor que yo, su madurez compite en altura con mis inseguridades. Ella es de esas personas que te enseñan a pelear con coraje ante las adversidades. Y yo festejo que los dioses la pusieron en mi bando. Y este par de lágrimas sirven para decirte, querida hermana, que nunca he sido más feliz que cuando te sueño: con tu peto azul, corriendo hacia mí, en aquel mundo infinito que era la escuela que cuidábamos y barríamos desde niños. "Ya no somos los mismos soñadores,/ el tiempo nos comió el dobladillo/ de los pantalones cortos./ Ya no tienes muñecas tuertas,/ ni yo conservo mis primeros patines./ Pero basta con cerrar los ojos/ para escuchar tus risas infantiles,/ cuando nos lanzábamos en avalancha/ por las enormes escaleras./ Desde entonces ya jugábamos/ a sentirnos vivos y escapar de la miseria,/ con misiones que nos parecían suicidas".
Yo no sé qué le pasó a mi hermana Nadia. Yo no sé si algún dios bipolar un día amaneció de buenas y me la catafixió. Yo no sé si vino alguna nave nodriza y le insertó un chip distinto. Yo no lo sé, la neta. Mientras crecimos, entre la infancia y la juventud, Nadia y yo parecíamos gatos y perros: siempre peleando y compitiendo. Éramos más rivales que compañeros, la mayor parte del tiempo. Y yo sé que ha sido imperfecta, que nunca fue mi mejor aliada, pero es mi hermana. Nadia es mi sangre, alma de mi alma, compañera infatigable, mujer sensible y solidaria, luchadora incansable, corazón todoterreno. Nadia parece frágil a merced de un dios que suele ponerla a prueba de manera constante. Pero sé que estará bien, porque la gente que no hace daño sólo genera cosas positivas y allí radica su fortaleza. Nadia es profesora y ha educado a un ejército de niños tremendos, desnutridos, carentes de afecto. Y ahí como no quiere la cosa, entre que los regaña y trata de enseñarles, simpatiza con ellos y se conmueve con sus problemas. Pero no sólo eso, “la maestra Nadia” intenta hacerles la vida más llevadera y darles las armas para que luchen contra la miseria. Y eso no es un asunto menor. Últimamente he soñado a mi hermana Nadia, con sus trencitas y su suéter de Chiconcuac, jugando con Silvia, con Claudio y conmigo. También la he soñado secándome las lágrimas cuando éramos pequeñitos. Y hoy que es su cumpleaños le dedico estas palabras de Dante Guerra, mientras miro una fotografía desgastada: “Tú que has crecido a mi lado,/ tú que tanto has llorado,/ no podrás cerrar los ojos/ sin decirme cuánto me has soñado./ Yo que soy tu sangre y tu latido,/ yo que tanto te he soñado,/ no abriré los ojos sin soñar cuanto te que querido./ Tú, tú que peleaste en mi bando,/ hoy tienes inmunidad divina/ porque aún nos faltan batallas/ que acabaremos ganando”.