Siempre he sido un domador inútil y también el león domesticado. Soy un idiota recurrente, un libro sin prólogo ni final. Y estoy harto de los tipos que he sido. He despilfarrado el sentido común, he malgastado la cordura. Mi bipolaridad ha embargado mi sofá y ronca todo el tiempo. Cada vez me parezco menos al tipo que quiero ser y me convierto en lo peor de mí mismo. Hace tiempo una chica me dijo con desenfado “te pareces al Dr. House”. La miré igual que haría el detective malo en una novela de James Ellroy. “Bueno, pero, umm, no físicamente”, se le atoraron las palabras, “quiero decir, mm, que tu forma de ser es muy parecida”. Supongo que se refería a esa jalada de “brutalmente honesto”, así que traté de ser condescendiente. Sonreí como el detective bueno. “No sé si sea un cumplido o una observación, pero odio las comparaciones”, le expliqué. “Lo que te puedo decir es que el Dr. House es embajador de la paz a mi lado”, traté de que entendiera. Claro, soy sarcástico e idiota, todo junto si quieren, menos un tipo simpático. “Bueno, es que, mm, cuando lo veo me acuerdo de la forma en que escribes”, intentó aclarar. Yo estaba allí, en ese salón universitario, tratando de convencer a los alumnos de que se dedicaran a la cría de cerdos o cualquier otra cosa que el periodismo. Mi amigo Arturo me insistió en que fuera a “compartir” mi experiencia con sus alumnos. Aunque eso de “compartir tu experiencia” suena muy mamón, le aclaré. Mi cuate Arthur les había dejado de tarea que leyeran al menos cinco historías mías. Para que preguntaran con conocimiento de causa. Por tanto, tuve que ir hasta aquella escuela, a las siete de la mañana, para decir una serie de barbaridades que a nadie le cambiarán la vida. Bueno, podría tener que levantarme a las seis de la mañana para trabajar como alarife o vendedor de gas, así que mejor ni me quejo. El aguante lo heredé de mi madre, que trabajó durante muchos años como conserje y lo único que le dieron fue una pensión miserable y un pésimo servicio en las clínicas del ISSSTE.
Desde chavo, como todo mundo, he sido objeto de comparaciones. “Te pareces a tu abuelo”, me decían mis tíos. “Eres igualito a tu padre”, me lo recuerdan con más frecuencia de lo que quisiera. Ya en la prepa, un amigo rockero me bautizó como Bowie, porque “te pareces un chingo a David Bowie” acentuó desde su disfraz de Robert Smith. Pero en la universidad me dejé el cabello largo y usaba sombrero, así que me preuntaban que si vivía en la Maldita Vecindad. Aunque en realidad me latían más los Caifanes y tenía una playera con la leyenda “préstame tu sueño y duérmeme”. Me gustaba mucho porque era una época de soñar mucho y sonreír bastante. Aunque mis amigos y yo tardaríamos mucho en encontrar nuestra identidad. Una epidemia tan común entre los jóvenes, como bien lo dice Dante Guerra cuando define nuestra vocación: "Soy un domador inútil/ y también el león domesticado./ Soy un idiota recurrente,/ soy un libro sin prólogo ni final./ Soy como tú, ni más ni menos,/ como todas las aves que caen/ en el parque o en el asfalto,/ por el monóxido de carbono/ o tal vez porque aún no inventan/ un anticongelante para el alma”.
Durante aquella charla con estudiantes, un tipo que se creía el tipo-duro-de-la-clase hizo una comparación odiosa: “Escribes como Bukowski”. Le pregunté qué libros había leído de él y me respondió que sólo uno que se llama “La máquina de follar”. Muy poco para hablar como un experto. “Cuando leas a John Fante, Bret Easton Ellis, Juan Madrid, Roald Dahl, Roque Dalton y Benjamín Prado, entre otros, puedes comenzar a etiquetar”, repliqué con calma. “Y no estoy presumiendo, sólo trato de decirles que mis influencias son muy variadas”. El chaval me preguntó que si había leído a Sartre. “Lo suficiente para entender que mi locura es irreversible, que la cordura no es una de mis virtudes”, aclaré. Al fondo del salón de clases, el mismo sujeto movió la cabeza en señal de desaprobación. No sé si les parecí bastante mamón o un pobre diablo, pero me aseguré de decirles que el periodismo está lleno de charlatanes. Hay elementos muy valiosos y honestos, pero abunda la gente que es mucho menos de lo que se cree: mujeres vacías, hombres patéticos, esclavos del soborno. Así que les recomendé que “harían bien en empezar a leer y, sobre todo, a escribir con decencia, porque sobran farsantes y faltan voces audaces”. Yo sabía que eso era inútil, porque la mayoría quiere ser entrevistadores de televisión o enviados especiales en las alfombras rojas. Y la neta es que contra eso no se ha encontrado remedio. Lo cual me recuerda el “Aullido” de Allen Ginsberg, que adaptado a estos tiempos dictaría: “He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por el Facebook”.