David Enrique Acuña Cabrera odiaba a su padre de la misma manera que amaba a su madre.
Eran las dos caras de la moneda: ella, abnegada, trabajadora y amorosa; él, desobligado, violento y atrapado por el alcohol.
La relación entre los tres estaba rota desde hacía mucho tiempo y crecía con cada maltrato hacia su madre.
“No te pases de lanza con mi jefita”, solía decirle David Enrique a su padre Enrique Acuña Gallegos.
A finales de junio de 2014, el rencor acumulado se desbordó y David asesinó a su padre a golpes. Ese día, antes de las seis de la mañana, David salió de su recámara al baño y encontró a su mamá Juana Cabrera durmiendo en un sillón de la sala de la casa que compartían en la colonia Valle de San Lorenzo, en Iztapalapa. Se molestó mucho.
—Tus várices mamá, no deberías estar aquí, le dijo.
Ella trató de calmarlo diciéndole que era preferible pasar una mala noche a soportar a su padre, quien la noche anterior había bebido sin control.
Ella se preparaba para ir a trabajar en una casa donde se hacía cargo del aseo.
David la acompañó a la parada del camión y al regresar fue directo a encarar a su padre. Lo despertó a gritos.
—"No se vale que mi mamá se rompa el lomo para darnos de comer, darnos dinero y sus atenciones y tú no la dejes ni siquiera dormir", dijo David.
—Tú no te metas, cállate, en esta casa no eres nadie.
—¡No se vale, no se vale!
—No te metas y mejor prepárame un café.
Estas palabras hicieron que se abalanzara sobre él. Lo tomó por el cuello y gritó.
—Ya no te pases de lanza con mi jefita, te compra hasta tu pomo, nos da de comer y se va a trabajar cansada.
—¡No estés chingando!, respondió su padre.
David comenzó a golpearlo con los puños. Mientras lo hacía, recordó cuando a sus 16 años, su padre le quemó su cómoda con su ropa adentro porque no le gustaba cómo vestía.
Lo dejó hasta ver que sangraba y ya no reaccionaba. Después lo subió a la cama y lo cubrió con las cobijas. Según él, su padre aún respiraba cuando lo dejó y se fue a dormir.
“Siempre me decía ‘yo te hice, yo te puedo matar’”, relató.
Horas después, se acercó de nueva cuenta al sitio donde estaba su padre y se dio cuenta que ya no respiraba.
Esperó varios minutos antes de decidir qué hacer.
Alrededor del mediodía le marcó a su madre y le dijo que su padre estaba muerto.
Juana Cabrera tardó dos horas en regresar a casa, cuando llegó se enteró por su hijo que su padre se había caído de la cama y golpeado la cabeza.
No cuestionó su versión, pero al estar ante el Ministerio Público fue evidente que sus dichos sobre la forma en que su padre había muerto y las lesiones que presentaba no correspondían, por lo que cayó en contradicciones.
Antes de confesar le pidió al personal de la Procuraduría capitalina que le dieran un minuto a solas con su madre. Poco después, antes de que retomaran las preguntas, admitió que él había matado a su padre.
A dos años del asesinato, David Enrique fue sentenciado a 30 años de prisión.