Irma Gallo
En la escuela de mi hija, los profesores fomentan las relaciones de confianza y apertura con los alumnos; por ejemplo, los chicos se dirigen a ellos por su nombre y les hablan de tú. En la mayoría de los casos, esto funciona muy bien, porque los adolescentes sienten que pueden acercarse a sus maestros y hablar con ellos casi de cualquier tema, sin temor a ser juzgados o regañados.
Sin embargo, no todas las tácticas funcionan igual con todos los chicos, y mucho menos en esta etapa tan importante de su vida, cuando están experimentando tantos cambios biológicos y en su psique.
Mi hija me contó el caso de una chica que suele responderle a los profesores con insolencia y muchas veces con grosería: los deja hablando solos o les replica con frases del tipo de “porque quiero, ¿y?”.
Aunque las autoridades del colegio han citado a sus padres varias veces, parece que nada ha tenido resultados positivos hasta el momento.
¿Por qué? Quizá porque lo que esta joven necesita es sentir que está tratando con figuras de autoridad, no con sus iguales.
¿Hasta dónde podemos ser los papás “buena onda”? Aunque en el caso que les acabo de platicar me referí a maestros, con los padres pasa lo mismo (y con mayor fuerza, pues somos quienes estamos todo el día con los hijos, y los responsables de su crianza): es necesario hacerles entender a nuestros hijos adolescentes que, si bien pueden confiar en nosotros y que siempre tendremos tiempo para ellos y serán nuestra prioridad, la autoridad, aquí y hasta que crezcan y puedan valerse por sí mismos somos nosotros. No somos los “cuates” de nuestros hijos, somos los que tenemos la obligación de decirles lo que está bien y lo que está mal, de enseñarles a crecer respetando a los demás, comprendiendo y aceptando las diferencias, dándole su lugar a todas las personas que los rodean.
Los llevados y traídos límites. Es tanto el amor que le tenemos a nuestros hijos que solemos pensar que si los dejamos hacer todo lo que quieran les estamos demostrando cuánto los queremos. Pero nada es más erróneo que esto: los niños necesitan límites para crecer, pero los adolescentes también para convertirse en adultos responsables. Por una parte, sentimos que todavía son nuestros bebés y los tratamos como tales, pero por otra no nos damos cuenta de que si no empezamos a enseñarles que no siempre se gana, que no todo lo pueden tener, que el universo no gira en torno suyo y que no pueden andar por la vida haciendo lo que les da la gana, les estamos haciendo un daño mayúsculo, pues quizá cuando el resto del mundo se encargue de “ponerlos en su lugar”, ya no estaremos para ser el hombro en el que se apoyen para llorar.
Tampoco hay que asfixiarlos... La adolescencia es la etapa en la que los chicos empiezan a construir su personalidad. Buscan cierta independencia para valorar distintas opciones de amigos y de pareja, experimentar con distintas sensaciones en su cuerpo. Si no les dejamos cierta libertad, siempre conversando con ellos y animándolos a que nos cuenten sobre sus inquietudes, miedos, alegrías, es muy probable que los estemos empujando a que incurran en conductas riesgosas.
Por eso, lo mejor que podemos hacer es nunca dejar de escucharlos, ser firmes con ellos, pero demostrarles constantemente nuestro amor, hacerles saber que ellos son lo más valioso de nuestras vidas, pero que esperamos que, a su vez, nos respeten y valoren a quienes los rodean. Que sólo siendo honestos, que sepan que a veces toca perder y que sus deseos son tan importantes como los de sus semejantes, podrán crecer con éxito en la vida. Porque, al final de cuentas, el mayor éxito es la tranquilidad de saber que has hecho bien.