Para ser cura, se deben de pasar 8 años aprendiendo a no ser engañado y otros 8 para poder engañar a los demás”. Palabras que retuban en la mente de Faustino, cada vez que se quita la sotana después de oficiar misa cada domingo en la pequeña parroquia donde fue asignado.
Se arrodilla frente a la imagen crucificada y no deja de sentir una tremenda carga en sus espaldas y algo que le oprime el pecho.
“Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga anos tu reino y hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo...”.
Los ojos de Faustino no paran de llorar, se jala los cabellos y no para de sentir esa terrible impotencia que siente desde que una noche su abuela le dijo que tenía que ser sacerdote. Que en su familia era obligación tener uno. Él como hijo menor, tuvo que acatar la voluntad de sus padres, que lejos de la voluntad celestial, se impuso la de la tierra y no la del cielo.
“Danos hoy nuestro pan de cada día... y perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden...”.
Faustino ha ofendido la confianza depositada, los ojos de esos niños que ha bautizado, los novios ilusionados que ha enlazado y las quinceañeras que con ojos de emoción lo miran y esperan que las bendiga como señoritas frente a la sociedad.
Desde que se ordenó como sacerdote, la mentira ha crecido, ha aumentado en dolor, angustia y en muchas horas de penitencia interna que no lo dejan vivir en paz.
“No nos dejes caer en tentación y líbranos del mal...”.
Las tentaciones han sido muy grandes y muy de cerca. Chicos hermosos en el coro de la iglesia, jóvenes bellísimos en la colonia, los deportistas que juegan en el equipo de la congregación y que él mismo entrena y los ve ducharse en las regaderas donde mira sus bien formados cuerpos y sus sexos que de tan juveniles, parecen esculturas renacentistas dispuestas a dejarse tocar y a adorar.
Sabe muy en el fondo que todo lo que piensa, que todo lo que imagina no es correcto. No es adecuado. ¡Es pecado! Pero su mente, su deseo, su cuerpo y sus hormonas son más fuertes que la religión que tanto predica y que tanto castiga y reprime.
¿Por qué a él? ¿Por qué si sabe que no es de Dios lo que piensa y no puede evitarlo? Un hombre de 44 años en la plenitud de su vida y callando sus bajos instintos.
No queda más remedio que viajar a otro pueblo, a otra ciudad donde nadie lo conoce y dejarse llevar por la pasión de los cuerpos de hombres, de vellos, de pechos fornidos y de miembros que estallan como fuegos artificiales.
Después, volver a la mentira, a la hipocresía, a dar sermones y a imponer penitencias a los que pecan, a los que mienten, a los que roban, a los que cometen adulterio. Castigar, castigar siempre a los incorrectos, a los desviados, a los renglones torcidos de Dios. Ese Dios que cuando él lo busca, parece no darle luz ni respuestas, ni una señal para sentirse menos culpable.
Llega la noche y la culpa con ella. En la soledad de su cuarto da vueltas y vueltas y el llanto aparece de nuevo. Que Dios y sus santos y todos sus arcángeles perdonen a todos los Faustinos del mundo. Amén.