Hace unos días un usuario de Twitter, de nombre Jonathan Macías, publicó una fotografía un tanto contrastante.
Del lado derecho aparecen doña Virginia Aguilera, llorando emocionada, y El Santo, quien le da un cariñoso beso en la frente a la también conocida como “la abuelita de la lucha libre”.
Y en el lado izquierdo está El Solitario y un servidor.
Ahí yo me estoy riendo de lo que me decía este gran luchador enmascarado, a quien apodaban como El Soli. Y les comenté que es contrastaste la foto porque mientras doña Virginia llora yo estoy sonriendo.
Jonathan Macías me pregunta si recuerdo ese momento y lo que me decía el Solitario.
Así que le prometí contestar en esta columna de los viernes de El Gráfico, ya que me hizo pensar en todo lo que sucedió este día.
Haciendo memoria, esa fue la primera de las tres despedidas de mi padre y se efectuó en el entonces “cementerio de las máscaras”, el Palacio de los Deportes, el 22 de agosto de 1982.
Esa tarde se realizó un torneo de parejas, en el que todos los participantes exponían su máscara.
La foto fue tomada antes de dar inicio la lucha en la que El Santo y El Solitario salvaron su incógnita al derrotar en una sola caída al Villano III y Rocambole (hoy Villano Quinto), quienes continuaron en el torneo de la muerte y al final de la ruleta fueron los Brazos de Oro y Plata quienes dieron a conocer los rostros de El Enfermero II y Flama Azul.
Esa fue la primera vez que subí a un cuadrilátero acompañando a mi padre y portando orgulloso su máscara. El Santo se despedía, con el mariachi entonando Las Golondrinas entre porras, aplausos y llanto de los aficionados.
El Solitario era un hombre serio, pero no podía ocultar su simpatía natural al hablar, ya que lo hacía de una manera peculiar y tenía expresiones muy singulares que lo caracterizaban.
No recuerdo el orden de sus palabras, pero sí que me hizo sonreír cuando me dijo: “Bienvenido al tapete blanco, (así se refería al ring) mi brother chulo. Usted tiene que demostrar por qué porta esa máscara y debe echarle pantalones para no defraudar a mi profe chulo. Su jefe es nuestro mejor ejemplo y no le puede fallar”.
Enseguida bajó la voz y, casi en secreto, concluyó: “¡Échele huevos, mi brother chulo. Zoom, zoom!”.
Esas fueron algunas de sus palabras. Entonces abracé a mi padre, le deseé suerte y baje del ring acompañado de doña Virginia Aguilera para presenciar la lucha.
En 1983 tuve la enorme oportunidad de formar pareja con El Solitario, en una gira que el licenciado Carlos Elizondo realizó en el norte del país. Luchamos en Reynosa, Nuevo Laredo y Monterrey, con Lobo Rubio y Aristóteles como nuestros rivales.
Viajamos juntos los dos en el auto del licenciado Elizondo y sus comentarios, correcciones y buenos consejos no faltaron, lo cual jamás olvidaré.
Estuve muchas veces en el mismo cartel en el que estaba programado él, aunque en diferentes luchas en el Toreo de Cuatro Caminos.
La última vez que compartimos un vestidor fue cuando expuso su máscara contra Dr. Wagner, en la Plaza de Toros Monumental de Monterrey. Yo participé en la tercera lucha de esa función y pude ver desde un palco como El Soli desenmascaró a Dr Wagner, otro gran personaje.
Su incomparable voz y su manera de hablar continúa viva dentro de algunos vestidores y quiero comentarles que su mejor imitador fue su gran rival en el ring, el Villano Tercero, quien me hacía reír mucho cuando hablaba como él: “¡Zoom, zoom, mi brother chulo!”.
Nuestro inolvidable Roberto González Cruz, El Solitario, falleció un 6 de abril de 1986.
Nos leemos la próxima semana, para que hablemos sin máscaras.