Querido diario: En ese preciso instante pensé que era una lástima no haberme acomodado en la cama viendo hacia la cabecera, sino de forma transversal. Ahora no tenía un punto de apoyo en el cual recargar toda la fuerza que estaba siendo impuesta en mí y, en cada empujón, sentía que podía salir volando por un lado de la cama. De todas maneras, tengo que admitir que tampoco lamentaba demasiado estar por completo a su merced.
Él estaba de pie detrás de mi cuerpo erizado, ahí había permanecido después de la intensa sesión de besos que compartimos al borde de la cama. Como consecuencia de esa húmeda jornada, todavía era capaz de sentir la tibia huella de sus dedos sobre mi espalda, aunque ahora los tenía bien hundidos en la carne de mis nalgas. Yo misma me había dado la vuelta justo después, cuando nos separamos a punta de risitas y besitos en los labios, de rodillas todo el tiempo sobre las sábanas. De perrito, poniendo mis rodillas al borde, de modo que mi vulva quedara expuesta a su penetración, justo a la altura donde quedaba si él se mantenía de pie.
Ahora él me estaba cogiendo desde atrás. Tenía en las caderas ese toque de desesperación que me enloquecía a mí también, y luego de unas cuantas embestidas bien dadas, mis extremidades no tardaron mucho en irse de vacaciones. Él percibió la debilidad en mis codos y atinó a sostenerme en alto por los hombros, haciendo la presión necesaria para no lastimarme, pero sí para mantenerme donde él quería.
—Dios... Por favor, Dios...—, gemí, cerrando los ojos, aunque mi boca permaneció tan abierta como el valle que dibujaban mis muslos sobre el colchón. Ni yo misma sabía por qué motivo en concreto rogaba, si por más, o por piedad, porque podía sentirlo entrar hasta el fondo, y era la más agridulce tortura ser penetrada por ese fierro caliente y grueso.
Él me soltó la cintura para agarrarme por la garganta, obligándome a doblarme en forma de C para que nos viéramos a los ojos, aunque fuera al revés y sus labios solo alcanzaran a rozarme la frente. Los apoyó ahí, bañándome con su aliento tibio y lo agitado de su respiración. Había frenado el ritmo de las estocadas para concedernos una tregua que no sabía yo cuánto iba a durar, pero esperaba que no mucho.
Me acomodé de nuevo en cuatro sobre las sábanas, pero ahora de frente, sonriendo, mientras lo oía murmurar un halago, tenía la voz gruesa propia de la excitación. —¿Te gusta?—, le pregunté, coqueta, sonriéndole desde abajo, sin que viera mi sonrisa, en cuanto me ubiqué delante de su erección. Él me cogió las cortinas de pelo con las manos para acercarme la boca a la imponente cabeza de su pene, mientras asentía sentidamente y me decía que sí, que mucho. Ya tenía la lengua ocupada en pasearla a través de su longitud. Las venas de su miembro se adivinaban incluso a través del condón, y todas terminaron arropadas adentro de la tibia cavidad de mi boca. Apenas me toqué para provocarme un orgasmo, cuando sentí el condón llenarse con su leche espesa.
Hasta el martes, Lulú Petite