Querido diario: La habitación se llenó del ruido que hizo el corcho de la champaña al ceder. Víctor es muy buen cliente, había cerrado esa tarde un muy buen negocio y lo quería celebrar cogiendo y bebiendo champaña. Generalmente no atiendo a clientes que están tomando pero, en este caso ¿Por qué iba yo a aguarle la fiesta?
Con la botella en la mano, caminó hacia mí para plantarme un beso en la boca con una mano hundida en la curva de mi espalda. Me dejé tocar como él quiso. La verdad es que me excitaba mucho que dispusiera de mí.
De un momento a otro me vi completamente desnuda, al borde de la cama y con ese hombre arrodillado entre mis piernas abiertas.
Tomó la botella y bañó un poco mi vientre con champaña. Mi ombligo se encogió ante el contacto frío del líquido, pero mis risas nerviosas se convirtieron rápidamente en gemidos. El alcohol me había bajado y ahora me bañaba los labios de la vulva. A Víctor le tomó solo dos segundos lanzarse para usarme como copa.
Envuelta en una sucesión de espasmos, eché la cabeza hacia atrás y me dediqué a disfrutar de cada roce caliente de su lengua. ¡Caramba! Qué habilidoso resultaba para remover cada última gota de mis jugos y la champaña. La punta de su lengua presionó mi clítoris palpitante, y yo me sentí desfallecer mientras todos mis miembros se estremecían.
Él no me lo ponía fácil. Era todo un espectáculo el ver su cara hundida entre mis muslos, y toda la atención que le ponía a recorrerme el sexo entero con la boca. Era alucinante verle a los ojos mientras su lengua indagaba entre mis puntos más sensibles y le sentía masturbándose a mano pelada. La posición en la que estábamos no me permitía observar cómo sus dedos subían y bajaban a lo largo de la gorda erección que le había visto, pero sí podía imaginármelo. Sobre todo si cerraba los ojos (así como ahora), que estaba tan cerca…
Me dio la vuelta tan rápido que apenas y logré registrar el cambio cuando ya podía sentir la cabeza de su pene contra la curva de mis nalgas. Prácticamente le estaba rogando que me cogiera ya.
—¡Ah! —me quejé en voz alta en cuanto el grueso de su pene se enchufó hasta la mitad en mi vagina, anulándome de un solo golpe la sensibilidad en las rodillas. Agarrada a las sábanas y con el cuerpo temblando, continúe gimiendo con los ojos cerrados mientras él se empujaba hasta el fondo en mí.
Se deslizaba con una facilidad extrema. Cada centímetro caliente de su erección me estaba dilatando de una manera deliciosa.
—¡Así! —le rogué gimoteando como un cachorro herido. Él tomó mi hombro para impulsarse con embestidas cortas, pero profundas y duras, yo me sentí desvanecer. Ya no había nada que pudiera salvarme de ese orgasmo.
Hasta el jueves, Lulú Petite