Cuando creces entre tendederos y azoteas de vecindades, tienes que ingeniártelas para salir ileso. Sobre todo si eres un chavito casi huérfano porque tu madre trabaja horas extra y tu padre se largó por cigarros. Cuando eres un niño sin muchas expectativas te inventas infinidad de juegos para distraer la miseria. Así que yo me construía castillos miniatura y trazaba autopistas en la banqueta con un pedazo de gis. Veía caricaturas de superhéroes y me embobaba con los cómics de Spider-Man. Con las pocas monedas que ahorraba, me iba al mercado a comprar revistas usadas. Yo era fan de Stan Lee y sus creaciones, como Thor o Hulk y Los 4 Fantásticos, aunque acepto que también coleccionaba las historietas de La Familia Burrón. Y ese niño que era yo, fantaseaba siempre con que un buen día me convertiría en un héroe de la vida real.
Y también, cuando se acercaba mi cumpleaños, soñaba con que al fin me comprarían mi autopista de juguete o mi traje del Hombre Araña. Pero la realidad es que el dinero era escaso y mi madre hacía esfuerzos monumentales para regalarme aunque sea un balón de futbol. Cada 27 de noviembre despertaba emocionado. Y la noche cerraba con tristeza y ganas de dormir una semana entera. Lo que yo no sabía entonces era que mi madre también era un mar de contrastes: iba de los nervios a la desesperación, porque el dinero era escaso y se acercaba la fecha de pagar la renta.
Y cada que se acerca mi cumpleaños me da por recordar mi infancia, carente de regalos pero llena de imaginación y amigos que aún recuerdo. Como Feyo, el "niño rico" de aquella vecindad que pertenecía a su abuelo. Con Alfredo, que así se llamaba, nos inventábamos infinidad de aventuras y construimos una guarida con madera y cartón. Nuestro territorio era la azotea y desde allí dominábamos el horizonte. Yo era el Capitán Tormenta e inspirado por los cómics me hice una capa y un antifaz con un pedazo de tela abandonada en el ropero. Y compartíamos nuestras aventuras con mi hermano y otros vecinos, pero a veces nos peleábamos con algún chamaco y lo bombardeábamos desde las alturas con globos rellenos de agua. Por supuesto que a cada rato nos regañaban por tirar la ropa de los tendederos o por mojar a los hijos de la vecina más histérica.
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Como a mí nunca me trajeron mi pistola de agua y la de Feyo ya ni servía, nos las ingeniábamos para hacer armas rústicas pero efectivas. Nuestro mayor logro fueron las ballestas tirafichas: un trozo de madera que habilitamos con ligas para que pudieran lanzar tapas de refresco. Fue tal el éxito de nuestro armamento que la euforia nos motivó a conquistar otros territorios. Así que César —el primo de Alfredo— y yo caminamos unas cuadras para llegar a la cantina: mientras él abría la puerta de La Victoria, yo disparé contra El Sinfonías, el cantinero. No le atinamos, así que huimos para planear el siguiente ataque. Cuando llegamos a la vecindad y lo contamos, todos rieron. A la siguiente vez nos acompañaron varios, entre ellos mi hermano Claudio. El Sinfonías sólo se reía, entre divertido y burlón. Hasta que se escondió para pillarnos. Mientras él me atrapaba a mí, su ayudante agarraba a César. “Córranle, que ya nos cargó el payaso”, advertí a la pandilla. Nuestros cómplices huyeron despavoridos.
“Chamacos cabrones, orita van a ver”, amenazó nuestro captor entre risas. Mientras su chalán nos ataba a una silla, él fue a la barra y tomó un sifón de agua mineral para empaparnos. Yo me aguanté como el líder que era, pero César se puso a llorar. Carcajeándose El Sinfonías nos soltó con la advertencia de “cada que vengan a chingar, voy a bañarlos”. Salimos derrotados de nuestra misión más atrevida. Justo media cuadra adelante nos encontramos a nuestros compinches. Alfredo había organizado una misión “suicida”: un puñado de chavitos iban decididos a salvar al Capitán Tormenta, armados con espadas de plástico, alguna pistola de dardos y un valor a prueba de todo. En aquel momento entendí el valor de la amistad.
Luego nos cambiamos de vecindad y no volvimos a ver a Feyo. Desde luego, nunca olvidaré las aventuras del Capitán Tormenta ni aquel mundo infantil en el que sobraban historias fantásticas, inspiradas en los cómics y en los libros de aventuras. Como resume el poeta Dante Guerra: "El Capitán Tormenta sólo es un recuerdo/ de aquellos días de mi infancia/ en los que inventaba universos fantásticos,/ que opacaran esa miseria cotidiana/ que roía el dobladillo de mis pantalones./ Hoy mis héroes están fatigados/ de tantas batallas que han perdido,/ entre las rutinas de oficina y los memorándums/ que a veces me envía por triplicado/ el adulto en que me he convertido".