Tengo una carta casi en blanco, que apenas dice “Es el final”. Me la dejó Karla. Sin posdatas. Quizá debió al menos decir que se había llevado mis acetatos de Radiohead, aunque ya me lo había advertido: te dejaré los de Caifanes y David Bowie. A ella le encantaba la melancolía de Thom Yorke y yo la bromeaba cuando se la pasaba escuchándolos: "Muy guapa y todo, pero a veces hasta a mí me deprimes. Y yo quiero una novia, no una antología de Radiohead". Ella reía y luego me abrazaba: "Cuando terminemos, me llevaré esos discos. Y también el tornamesa". Yo pretendía ser romántico: "Pero no te lleves mi corazón, que funciona aunque es de segunda mano". Una noche sin caricias es un carnaval de soledad. Y así me siento desde que Karla decidió exiliarse. El amor es un muñeco vudú en forma de cupido. Mi corazón es una bomba de tiempo. El amor es el precio de un disco de acetato en el Mix Up. El amor es una chica que pierde su virginidad con promesas falsas. Y el final es el mismo: el amor apendeja, siempre estarás a merced de alguien que sabrá o intentará manipularte. No quiero sonar pesimista, pero el engaño es el juego de moda. Y el desamor es una canción deprimente, que suena a 78 revoluciones por minuto en una vieja consola.
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Los jueves desayuno hastío y miro por la ventana con desgano, queriendo que sea sábado para acercarme un poco más a la frontera del olvido. Pero a quién chingados engaño si en mi maleta siempre habrá espacio para uno que otro recuerdo tuyo. Jodidos jueves en que hasta da weba rasurarse o planchar las rutinas antes de salir a la calle. Y en el Metro las desilusiones más subterráneas se dirigen al sur, conviviendo con el odio de aquel desempleado y con la desesperación de la afanadora embarazada. No cabe duda que los jueves estoy más susceptible que de costumbre, así que no me cuesta ser solidario con el invidente que vende plumas o la adolescente que lee a Bukowski y el maestro de traje desgastado. Los jueves y los viernes soy más susceptible, pero también mucho más voluble. En viernes sólo se me ocurren tonterías. Y mientras me aplico desodorante pienso en cuáles jeans me pondré, si los viejos o los que ya le quedarían perfectos a un vagabundo. Y desayuno algo ligero mientras checo mis mensajes de WhatsApp, como si de ello dependiera mi mal o buen humor. Los amigos bromean sobre ir a escuchar rock en un bar de chavorrucos. Yo pienso que un día eres joven y al otro están planeando una noche de pizza y Netflix. Y creo que un día eres joven y al otro estás escribiendo poemas desesperados: "Esta guitarra tan carente de abrazos/ no necesita que la afine cada noche/ en la proa de mis desvelos,/ sino que la abandone al naufragio de extrañarte/ siempre que se enciende este insomnio,/ siempre que interprete/ el papel de idiota sin remedio".
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Siempre que se habla del amor surge la pregunta más trillada: “¿Cuánto me amas?”. Las mujeres son tan elementales que siempre mueren por saber qué porcentaje de tu corazón es de ellas. Muchas sueñan con “el día que nos casemos y tengamos hijos”, sin detenerse a pensar que tal vez sería más emocionante titularse como diplomáticas, viajar a un exótico país de Medio Oriente y tener un amante de ojos grandes. O tal vez irse a otra ciudad, casarse con un cubano y bailar rumba hasta en la cama. Pero no, prefieren seguir los esquemas de sus madres, tías, hermanas: subir de peso, amargarse por el marido borracho y desquitarse con los chamacos. Y hay hombres igual o peores. Con ellos siempre pasa algo frustrante: la tarjeta saturada, las fiestotas con los amigos, el auto a plazos, la amante de los viernes y esa falta de ambición. Al final acabarán como sus padres, con esa panzota chelera, deudas por todos lados, migraña en el trabajo, hijos fuera del matrimonio y una avalancha de pretextos: si no me hubiera casado, si hubiera usado condón, si no me hubiera enamorado. Tampoco era tan complicado acabar la carrera. O navegar en una balsa de madera, en busca de aventuras que ni tu padre ni tu abuelo se atrevieron a vivir. Pero en nombre del amor se cometen las peores estupideces, como echar a perder tu vida. Ya lo dice Dante Guerra: "Nadie sabe qué carajos hacer/ con esa estúpida vocación/ de enamorarse sin precauciones./ Habría que ver detenidamente/ si la candidata en cuestión/ tiene ideas cortas o dos pies izquierdos,/ si el pretendiente que parece 'perfecto'/ miente en su declaración de impuestos./ Nadie sabe qué diablos hacer/ cuando se emboba con la mirada/ de aquella embaucadora que le dedica/ canciones que hablan de incendios en la cama". Yo, igual que Dante Guerra, también creo que nadie sabe realmente malabarear con fuego. Pero todos son expert@s en manejar los alfileres del rencor, mientras observan fijamente tu muñeco vudú.