Tuve un sueño extraño otra vez. Soñé que era un niño mudo, que soñaba con hablar. Y mis manos trazaban sinfonías en el espacio. Pero algo no cuadraba, porque mis manos eran algo torpes. Por eso me quemé el brazo cuando era niño, mientras echaba aire al anafre para avivar el carbón. Mi madre vendía quesadillas y nosotros, mis hermanos y yo, ayudábamos en lo que podíamos a nuestra corta edad. Íbamos por la masa o el carbón, destapábamos los refrescos y así sucesivamente con las pequeñas tareas. Aquello no era un sueño, sólo lo de que era mudo. Y lo de las sinfonías con las manos. Así que me quemé el brazo y mi madre me despidió aquel día: “Órale, chamaco baboso, sáquese para la casa”. Algún ungüento me puso para la quemadura, pero no fue remedio. Y lloré cuando me iba.
Mi madre cocinó horas extras y vendió quesadillas en el portal de aquella vecindad para que pudiéramos ir a la escuela. Mi madre hizo esfuerzos extraordinarios con tal de que tuviéramos lo elemental. Fui un niño tímido, conviviendo con mis silencios, acostumbrado a trabajar desde los siete años. Fui un chamaco frágil que lloraba en silencio cuando extrañaba a mi padre. Pero aquel miserable alcohólico ni siquiera sabía la fecha de mi cumpleaños.
Luego, cuando terminé la secundaria hubo una misa y me obligaron a usar el uniforme de gala, que era espantoso. Aún tengo una foto de aquel día, con mi casquete corto y unas gafas enormes que contrastaban con mi cara de adolescente estúpido. Tal vez por eso, cuando me gradué de la prepa fui a recoger mi diploma yo solo. No eran buenos momentos en casa. No sé si fue la melancolía o el fin de esa etapa. Pero lloré cuando salí del salón de actos. Acaso porque alcancé a pasar en examen extraordinario la última materia que debía. O tal vez porque mi madre tenía otro marido estúpido y borracho. No lo sé, pero aquella noche lloré hasta quedar dormido.
Por el contrario, el día que me gradué de la universidad me sentí como un niño feliz, igual que si hubiera llegado a la meta en un triciclo Apache. Los desvelos y regaños de mi madre durante tantos años al fin habían redituado en algo invaluable. Fue una de las mejores etapas de mi vida, que se cerraba con cierta estabilidad. Aquella vez lloré de felicidad. Fue tan gratificante y liberador.
Han pasado tantos años desde que era un niño que despachaba refrescos en el puesto de mi madre. Ha pasado tanto desde que redacté mi primera tarea de español. Han pasado muchas historias por mis manos. He contado tanto desde estas páginas. Así que el día que me despedí de las redacciones de El Gráfico y El Universal, sonreí satisfecho, porque siento que al fin tuve mi doctorado con honores.
Gracias a mi exjefa María Félix, a Pablo Ramos, a Oscar Altamirano que ilustró cada paso, a todos los que valoraron este “Manual para canallas” desde el principio. Especialmente, gracias a todos los lectores que rieron o lloraron, que se han sentido cercanos. Han sido años fantásticos y de desvelos, unos más y otros menos, pero cada uno valió la pena. Como diría Dante Guerra: “En este viaje rudo y alucinante,/ surfeando las paredes del huracán,/ se ven tan bien las cosas,/ desde una altura fenomenal./ Sigamos buscando olas/ y tormentas dignas de surfear”.