Hace ya muchos infortunios que necesito una limpia con mezcal. Qué doña Eduviges recurra a sus artes ancestrales y que invoque a los dioses de la tierra para sacarme de encima esta mala racha que me persigue como un desfile de hormigas rojas.
Necesito que me sacuda la malaria con un manojo de ruda cosechada en el cerro. Úrgeme que me azuze las malas vibras, que las mandé a volar con el humo del copal. Yo no sé si realmente funcione ese menjurje que me untará en forma de cruz en la frente y en el cuello, pero prefiero pensar que de algo servirá.
Doña Eduviges me mirará con sus ojos llenos de nubes que aún le dejan predecir el futuro y leer la clara de los huevos, para decirme seguramente que la calamidad es un fango que enturbia mi camino. Y he de creerle, supongo, porque no tengo más opción que confiar en ella. Y no en esta mala suerte que se esconde como migajas de pan en el dobladillo de mis pantalones.
Necesito una limpia con mezcal y unos tragos de ron Matusalem para curarme las reumas del corazón, este pinche corazón que parece escarabajo patas arriba. Sí, este corazón del carajo que se hace el orgulloso y no acepta que aún extraña tus abrazos.
Cuando tenemos una mala racha, cuando te asaltan por tercera vez en el pesero o te rompes un hueso de la manera más tonta y tu pareja te deja por otr@ más fe@, por supuesto que necesitamos algo más que la bendición de la abuela.
Uno trata de ser optimista, incluso ante el problema más complicado, pero a veces es tan grande la desilusión que dan ganas de sentarse y pedirle explicaciones a algún dios que parece jugar a los dados, mientras nuestra suerte se cae a pedazos. Y nos da por pensar que pareciera que estamos malditos, aunque los amigos se rían cuando nos machucamos un dedo o nos muerde un perro callejero: “Estás bien salitres”, comentan a costa de nuestra mala suerte.
Y uno que más quisiera que levantarse tarde una mañana y contemplar desde la ventana, mientras tomas una taza de café, que el cielo está despejado. Y que te llamara en ese momento la persona que amas, sólo para decirte “no dejo de pensar en lo que haremos esta noche”. Ni madres, eso sólo en las películas o en las vidas de otras personas: las que no tienen deudas, las que cuentan con chofer en la puerta, las que no se truenan los dedos cada quincena, las que viven de nuestros impuestos, las que tuvieron un padre millonario; sí, esas personas que no tienen un sueldo miserable, ni viajan horas para llegar al trabajo y que tampoco saben lo que es comer una torta a la vuelta de la oficina.
Un buen día pierdes el celular, te traiciona tu mejor amig@, atropellan a tu perro, reaparece tu ex, te enyesan la mano, se descompone la tele, te quedas sin internet, te deja tu novi@, cualquiera de esas cosas. O te despiden del trabajo, quizá internan a tu abuela en urgencias. O simplemente ibas a brillar, pero te chingaste la rodilla.
Yo no sé si a ti te pasa, pero a mí me ocurre muy seguido: cuando pienso que no me puede ir peor, se me juntan las desgracias. Y a veces tengo ataques de ansiedad o me da por sentarme a pensar qué es lo que he hecho mal. Pero no queda de otra que seguir, persinarse y cerrar los ojos, elevar una plegaria y luego retar al infierno: tal vez seguiré tropezando, pero no voy a empeñar mi alma o dignidad por falta de coraje.
Y no sé si la solución esté en nuestro interior, si nos falta espíritu o garra, pero lo que sí tengo claro es que las cosas están de la chingada. Y siempre habrá más de un motivo, como escribe Dante Guerra, para ahuyentar las aves de mal agüero: “Esta suerte que me persigue/ como un gato triste y fúnebre,/ igual que una nube negra,/ no tiene fachas de irse/ en un plazo de tiempo razonable./ Esta maldita y triste suerte/ que me tocó en la rifa,/ no la quiero, no la quiero./ Yo lo que anhelo cada día/ es que me regrese la fortuna/ o que al menos choquen nuestras miradas/ al doblar por alguna esquina”. Y la verdad no tengo claro si una limpia con mezcal y ruda sirva para algo, pero suena como un recurso desesperado de los que ya no confiamos en nuestro ángel de la guarda.