En las aventuras de Lulú Petite, revela cómo usó hígados de pollo para fingir virginidad

Querido diario: Te contaba el martes de las veces que vendí mi virginidad cuando trabajaba en agencia. Era un acto de magia que nos enseñó a hacer nuestra jefa. A las más morritas, aunque éramos mayores de edad, nos metía a la habitación con un cliente que pagaba mucho más por “estrenarnos”.

A la habitación, llegaba con cara de tímida e inexperta. Primero dejaba que me besara y me tocara, pero fingía miedo, inocencia. Si preguntaban, decía que sólo había tenido un novio, pero que no habíamos pasado de besitos.

Cuando al fin nos desnudábamos, le pedía que apagáramos la luz. Sabía que él no accedería, así que negociábamos en bajarla. Siempre estuvieron de acuerdo en coger a media luz.

Ya desnudos seguíamos con los besos y las caricias en la cama. Yo no hacía gran cosa, no se la mamaba. El chiste era convencerlo de que era inexperta y él era mi maestro, mi descubridor.

Cuando ya estaba listo, abría el cajón del buró y sacaba un preservativo que estaba junto a una telita de plástico muy fino que tomaba y escondía entre mis dedos.

Le daba el preservativo y le pedía que se lo pusiera, mientras, yo ponía la bolsita debajo entre mis piernas. Cuando él entraba, dirigía su pene con mi mano hacia mi vagina y apretaba las piernas para hacer resistencia. Gritaba, fingía dolor y, de pronto, abría las piernas y lo dejaba entrar al mismo tiempo que apretaba la telita que tenía unos higaditos de pollo. En la cama quedaban una mancha de sangre y unos pedacitos de hígado que daban una impresión muy creíble de himen recién profanado.

El cliente se levantaba victorioso y satisfecho. Seguro de que había arrancado una inocencia. Él se quedaba con su fantasía y se iba contentísimo. Yo, desde luego, cobraba súper bien y era un trabajo sencillo. Calculo que debí vender mi virginidad unas quince veces.

Hasta el martes, Lulú Petite

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