Asus 46 vende ropa en abonos, organiza tandas, monta bailes de XV años, maquilla novias, es repostero, viste niños Dios, aplica inyecciones, hace limpias, decora casas, aconseja a las comadres, es vidente, hace “tru-tru”, cura el empacho, riega plantas, tiene buena letra, es desmadroso, le gusta el relajo y es bueno para la parranda y el chupe.
Dice su comadre Amelia, que nomás le falta vender mole los domingos.
Lo conoce el panadero, el carnicero, el mecánico (que a veces la hace de su mayate), la de las flores, el del estanquillo, la secretaria, la puta de la esquina, el que vende drogas, el de los discos ‘pirata’, el zapatero y hasta las piedras le sonríen cada que pasa como La Bikina: altanera, preciosa y orgullosa. Vive solo.
Lo acompaña una bola de chucherías que ha acumulado con el tiempo, que siempre promete, un día las va a mandar a la chingada, porque nomás estorban.
Su “covacha” —como él le llama— está siempre limpia y lista para recibir invitados. Nadie lo visita. Es muy popular, pero un aire de tristeza lo abriga en sus noches de suspiros, que se esfuman por la ventanita que da al patio de la vecindad.
Con tantos atributos, nunca ha encontrado al verdadero amor. Se mira de lado en el espejo y se consuela pensando que aún está de buen ver. Los años no perdonan y él lo sabe muy bien. La piel ya se cuelga de sus mejillas y los dientes, y los ojos ya no tienen ese brillo de antes.
Con el correr del tiempo se ha vuelto avaro, desconfiado y poco cuenta de sus cosas muy personales. Prende la tele y la radio al mismo tiempo para tener ruido en la casa y no sentirse tan solo. Un perrito Chihuahua le hace compañía y sus pájaros enjaulados le cantan y cantan, como acariciando su tan evidente soledad.
Se acurruca en el sillón y prende un cigarro. Una copita de su muy escondida botella de Chivas —que no comparte con nadie— le moja los labios mientras susurra cualquiera de las canciones que suenan en el ambiente.
Ya no le gusta ir a los antros gays. Están llenos de chavitos que nomás brincan y brincan sin sentido y eso, ya lo aburre. O ya no se siente a gusto ahí. La música le molesta y nunca liga nada. Ya está viejo para esos trotes, se dice a sí mismo.
Acaricia a “Carmelo” —su perrito— y le dice: “Qué razón tenía mi mamá cuando decía que los maricones al final nos quedamos solos”.
Se limpia una lágrima y se ríe. Mira en el espejo frente a él, la triste mueca que fabrica su amargado rostro.
“Yo escogí y es mi destino”.
Se va quedando dormido, mientras la música suena y suena.
Mañana será otro día y volverá a ser dueño de la calle, de la vida y arrancará risas con sus ocurrencias.
Felipe ya no despertó. Las vecinas lo encontraron dormido. Como un ángel. Tranquilo, sereno, con una ligera sonrisita en la cara.
Antes de llamar a la policía buscaron por todos lados y encontraron billetes bajo los colchones, en jarritos en la alacena, en la caja de agua del escusado envueltos en bolsas de plástico.
Nada de eso fue reportado a las autoridades. Según dijeron, vivía al día y en la miseria.
Esas mismas vecinas organizaron los rosarios y le lloraron mucho.
La profecía de la mamá de Felipe se cumplió.
La calle amanece como siempre y sólo se rumora por ahí que murió de una congestión alcohólica.
“Era un jotito muy divertido”, comenta por ahí la mujer que pone un letrero en el zaguán de la vecindad de la calle de Zarco.
“Se renta”, dice la cartulina.