La sangre me comenzó a hervir

05/10/2015 03:00 Yudi Kravzov Actualizada 12:21
 

La discusión con Delia  comenzó desde que la escuché hablando por teléfono. Luego, en la mesa, mientras desayunábamos, dijo que se iría a la despedida de soltera de su amiga Alejandra. Tenían reservaciones en un hotel y planes para pasársela de fiesta durante todo un fin de semana. 

La sangre me comenzó a hervir. Sé cómo es ese grupo de niñas que conoció en la universidad y que la ha cambiado tanto. Conozco las borracheras que se mete mi hija con sus amigas. Sé de los precopeos que se organizan antes de salir al antro y de los tipos que andan esperando a que ellas se empeden para meterles mano.

Aunque ya tienen 22 y son mayores de edad, no estoy de acuerdo con solaparles esos viajes y esas borracheras. Por eso tuve que ponerme dura con ella y por primera vez en la vida, hice lo que nunca antes me había atrevido a hacer: decirle “no vas” y me mantuve firme. 

Aunque estamos divorciados, su papá esta vez me apoyó. Entonces, Delia empezó con los portazos, las amenazas de largarse para siempre, los encerrones en su cuarto y los audífonos puestos para no hablarme en todo el día. Son groserías que mi hija nunca hacía. 

Por dentro sentí que me derrumbaba, que la culpa era mía por no educarla a ser más agradecida y respetuosa. Luego trató de convencerme por las buenas y me dio por mi lado. Me dijo que no se iba a poner borracha, que ella sabe controlarse, que es verdad que sus amigas son tremendas, pero que son divertidas y que no tiene por qué pasarla mal. Como yo ‘no di mi brazo a torcer,’ me amenazó con que aquí también puede tomar y ponerse más pesada si le da gana. Me dijo que me odia, que detesta vivir bajo mi techo. Me gritó: “No me puedes hacer esto, mamá. Todas mis amigas van a ir. Yo también voy al viaje y no me vas a poder detener”. 

Una gran tristeza me inunda; me ha agarrado distancia. Me ignora y no quiere entender que esas compañías son malas, que ella no es un niña de esas. Pero cuando se junta con ese grupo, hace locuras que no acaban bien. Ya van varias veces que llega muy mal a la casa. Me duele pensar que estamos peleadas, pero esta vez me mantuve firme. Ella lo sabe bien, ese viajecito es para andar borracha todas las noches, para hacer cosas que a mí no me parecen y se acabó. De por sí nunca ha demostrado ser sensata, no ha terminado bien los semestres anteriores y se la pasa de fiesta en casa de una y de otro. No sé si es tarde para educarla, pero mientras viva bajo mi techo, se hará lo que yo diga. 

—Te da envidia mi juventud; ¡eres una amargada! ¿lo sabes, mamá? ¿lo sabes, verdad? 

Cuando la escucho decirme esas cosas, la tristeza que me invade es enorme. No le tengo coraje. Pienso que es un etapa que se va a terminar. Por un lado, desconozco a la niña que eduqué y, por otro, me doy cuenta de que veo en mi hija una parte de mí que no me gusta. Esto no es nuevo. 

Muchas niñas de su edad siguen pensando que ‘ponerse hasta el zapato’ es chistoso, que emborracharse ‘hasta perder piso’ es algo memorable. No sé en qué momento las cosas se me salieron de las manos, pero yo ya no estoy dispuesta. No quiero que esto siga así. Ni sus malas palabras, ni sus malas caras van a cambiar mi forma de pensar. Para mí es simple: no va y punto. 

Nunca es tarde para ponerle un límite.

 

Yudi Kravzov

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