Querido diario: —La persona con la que te casas no es la misma de la que te divorcias —me dijo el otro día don José, un simpático cliente nuevo.
Yo estaba poniéndole el condón con la boca, un truco que suele gustarles a los hombres de su edad. No es que fuera un contemporáneo de Pancho Villa, de Porfirio Díaz o de Chabelo, pero don José había cumplido recientemente 68 años. Se dice fácil, pero ya quisiera ver yo a algunos hombres más jóvenes cuando se acerquen a ese número y estar tan potentes como él.
—Eres un sexygenario —le dije para romper el hielo.
Además de seis décadas y media a cuestas, este cliente tiene dos hijos de su primer matrimonio, ya adultos y casados. Del segundo le queda una hija adolescente que es medio punk, muy rebelde y difícil de tratar.
—La han expulsado de cuanta escuela se me ha ocurrido inscribirla —dijo. —La adoro y la mimo, por eso la malcrié, pero el carácter, eso sí, lo sacó de su madre.
Sus dos ex esposas han encontrado el modo de que un par de jueces lo tengan condenado a mantener pensiones alimenticias y lo han obligado a estar harto de la vida en pareja.
Después de todo, ¿quién dijo que no se puede ser feliz estando solo? ¿Cuál es el miedo?
Por supuesto, tener a alguien que te quiera y te acompañe es una maravilla, pero también lo es estar con uno mismo, en sana paz.
Yo creo que a estas alturas don José está contento a su manera, pero contento al fin. Tiene un gran sentido del humor y le gusta reírse de todo un poco, incluso de él mismo. Y ya sabes lo que implica tener buen sentido del humor. Inteligencia. Y a mí la inteligencia me pone.
También le gusta mucho platicar, pues sabe de todo un poco.
—Lo que no sé, lo invento —dijo tendiéndose de largo a largo para que me colocara encima de él.
Me encanta cuando los hombres nunca se toman nada muy en serio. Me hizo reír esa picardía que se escondía detrás de sus cejas amplias y blancas, su media calva y sus ojitos diminutos y tiernos, como de osito de peluche. Vida dura, pero un gran corazón que le ha servido para contenerlo y aguantarlo todo.
Comenzó a contarme que tras su segundo intento fallido de llevar una vida marital, le dijo adiós a su viejo apartamento, que quedó en manos de su ex pareja, y se fue a vivir con un hermano que anda en una situación familiar más o menos similar.
Un par de sesentones divorciados y rabo verdes.
—Mi vida es tranquila —me dijo acariciando mis pezones.
Lo abracé y gemí bajito en la pata de su oído. Su piel se puso roja como tomate y sus vellitos platinados se erizaron. Me dijo que, a veces, cuando le entran las ganas que nos entran a todos los humanos de sentir cosquillitas, quisiera tener una mujer, pero luego recuerda por qué no tiene y, simplemente, se ‘chaquetea’. Pero cuando la calentura se hace insoportable y necesita concretar esos impulsos mediante el contacto piel a piel con una mujer de carne y huesos, agarra el teléfono y va y se busca a una profesional que rente sus caricias, buenos oficios y favores.
—Así no tengo que salir a cazar y esperar que el romance ocurra —dijo él—. No tengo por qué preocuparme por convencer y para luego terminar con los sentimientos deshechos. No hay compromiso más allá del dinero y me sirve para desahogarme. A mí los matrimonios me han salido más bien caros. Este trato es mejor para mí. Más satisfactorio y más barato también. Por eso decidí conocerte.
Me mostró una vez más su risa contagiosa. Era un buen punto y hasta concordaba con él en muchas cosas. Pero en fin, don José estaba imparable. Le gusta mucho platicar, pero creo que era hora de desconectar su mente.
Lo besé en la boca para sellar sus palabras y poder proceder con lo que nos interesaba.
Para su edad, se movía bastante bien. Honestamente, era un gallo con experiencia. Sabía cómo darme placer desde la posición que fuera. Lo cabalgué a diestra y siniestra, pero cuando me agarró por la cadera y me hizo rodar por la cama, pude constatar la calidad de su talento y experiencia. La experiencia que dan los años, supongo. Me besaba divinamente en el cuello y me apretaba las nalgas para afincarse bien cuando metía su miembro duro e hinchado hasta el fondo. Se vino como en propulsión a chorro, gritando de placer. Su cuerpo sudoroso temblaba sobre el mío, estremecido por el espasmo del clímax.
Le hizo un nudito al preservativo y me mostró la descarga.
—Ooooh, tenías tiempo esperando —dije.
De pronto, se corrió un poco hacia abajo y comenzó a hacerme un oral memorable. Yo no me lo esperaba. Hundía su rostro entero y rodeaba mis labios vaginales con suma dulzura y delicadeza, estimulando los puntos exactos, como si me conociera de siempre. Todo un experto, don José. Al fin y al cabo sí sabía darle un uso distinto a su lengua, más allá del palabrerío previo. Este veterano confirmaba la regla del dicho que reza que ‘no hay hombres que no saben coger, sino que son las malas lenguas’.
Un beso
Lulú Petite