Dalia es mi hermana y la quiero, pero se ha convertido en una mentirosa. Según ella, va al mercado, pero yo sé que se va al casino.
Antes de llegar a la casa, pasa rápido a la recaudería de la esquina y compra cualquier verdura para engañarnos. A veces dice que va a salir porque quedó con sus amigas de ir a tomar un café o que va a recoger a mi sobrino a la escuela, o a visitar a alguien, pero yo sé que se va al casino. Entra y se queda diez, 15 o 40 minutos, depende de su suerte y de cuánto dinero traiga encima.
Cuando se queda sin un centavo, se pone de muy mal humor, y de inmediato se le nota la mentira en la mirada. Sé que tiene ahí un grupo de amigos igual de viciosos que ella; se prestan fichas, se cuentan sus problemas y hasta comparten pretextos para seguir mintiendo.
Éramos una familia muy unida. Somos tres hijos. Mantenemos la casa porque mi papá murió joven y mi madre ya no puede trabajar.
Comenzamos a ir al casino como una forma de diversión; en lugar de gastarnos el dinero en cine y palomitas, nos dio por jugar y así ponerle adrenalina a la noche. Nos entreteníamos apostando, pero Dalia se envició. Ahora se juega todo y vive con la esperanza de recuperar lo que se ha gastado en el maldito casino.
Dalia siempre tuvo un carácter adictivo; cuando empezó a tener relaciones sexuales, era casi una enfermedad. Lo hacía en lugares poco comunes y varias veces se metió en problemas. Dos veces tuve que ir a rescatarla al estacionamiento de Bellas Artes, porque le gustaba irse al piso de hasta abajo, que normalmente está a obscuras, y hacerlo ahí.
También le gusta coger en los elevadores, especialmente en el edificio donde vivimos. Cuando Dalia se encapricha, insiste hasta que lo obtiene; es muy obsesiva y es difícil quitarle una idea de la cabeza.
Le he perdido confianza a mi hermana. Su novio la mandó a volar; mi mamá no sabe que juega y cada vez que Dalia le pide dinero, me da mucha rabia. El otro día, Pablo, un vecino, me dijo que mi hermana estaba en casa de un amigo suyo, que entre chiste y broma, estaba dispuesta a acostarse con él si le daba efectivo. Yo me la agarré a gritos cuando llegó a la casa; le di dos buenos manazos, como los que le hubiera dado mi papá si viviera. Ella me gritó un montón de cosas feas y yo le eché en cara que ya no nos ayuda, y que se gasta el dinero jugando en el casino, en lugar de cooperar con nosotros, con la falta nos hace.
Le reclamé que estuviera puteando porque siempre necesita más lana para ir a apostar. Ella, toda nerviosa porque la descubrí, comenzó a llorar y mi madre intervino para ponerse del lado de ella. Yo me salí de la casa para no decirle a mi madre lo que hace la cabrona de su hijita Dalia.
La adicción al juego es como cualquier otro tipo de adicciones. Por eso yo no entiendo por qué se permite que los casinos sean legales en nuestro país, ni por qué quienes dictan las leyes se hacen tontos para no ver lo adictivo que es el juego. No se quieren dar cuenta de lo mucho que perjudican a las familias donde hay viciosos a las apuestas, como mi hermana. Los casinos se llevan fortunas de las manos de la gente como mi tío Mauricio que, apostando, perdió hasta su casa.
También Ramón, el primo hermano de mi papá, era un jugador compulsivo; apostó su camioneta y ahora anda en Metro. Quisiera clausurar los casinos, especialmente el que queda a tres cuadras de la casa. A mi hermana le causa tremenda tentación. Con ese vicio ha perdido hasta la dignidad.