Esas noches de pasión y destrucción

27/01/2016 12:47 Actualizada 12:47
 
Los mejores bares son estrictamente tempraneros y los bares lenchos son escasos, porque la acción siempre ocurre los jueves “de desconocer a la comadre”, todo en la Zona Rosa
Cuánto drama... las noches de Zona Rosa siempre terminan en una destrucción que me dura un par de días.
 
Conozco chicas, intercambio besos, consigo teléfonos que luego pierdo y termino siempre yéndome a la cama a eso de las seis o siete de la mañana, sola, obviamente, cuando no se atraviesa nada en el camino o cuando no me gana la borrachera y termino hablándole a alguna ex, para meterme en su cama mientras escucho a HA-ASH en el camino.
 
Eso sí, nunca voy sola. Organizo a mis amigas y terminamos en algún bar gay acorde a nuestro presupuesto. Cuando estamos con aire de grandes, nos vamos a los que cobran cover. Ilógico, porque están igual de atascados que los que son gratis y la única diferencia es que la cerveza es el doblemente cara, tiene el doble de espuma y te la sirven en un vaso de unicel unos tipos sin playera que ni siquiera te ven a la cara cuando te cobran.
 
Los mejores bares son estrictamente tempraneros y los bares lenchos son escasos, porque la acción siempre ocurre los jueves “de desconocer a la comadre”.
 
Me encanta la Zona Rosa porque es completamente bipolar. En la calle Génova están las cafeterías que venden todo menos café, los bares de rock con su respectivo ‘cadenero’ de 100 kilos en la entrada y los bares que albergan a una multitud de gente heterosexual.
 
Sólo hace falta dar la vuelta en una esquina para que las luces se conviertan en un arcoíris. 
 
Apenas llegas a los primeros bares y huele a sexo, cerveza y cigarro. No es raro ver una que otra rata deslizándose entre los costales de escombro y las botellas abandonada. 
 
Finalmente, estás en casa. Entre la noche, el humo de cigarro que desprende cada puestecito de metal, las mujeres indígenas que eternamente tratan de vender muñequitas y las niñas que se
pasean con canastas para vender cigarros a las dos de la mañana.
 
Cuando vamos, comenzamos la noche con los bares medio fresas (aunque lo único que tienen de fresa es la entrada). Cobran un cover de entre 50 y 60 pesos. Están atascadísimos los fines de semana. Es como ir a la Purísima, pero pagar por entrar. El litro de cerveza cuesta 100 pesos y un tercio es pura espuma. Los tragos los sirven muchachos fornidos y sin playera, aunque ni siquiera sepan hacer un mojito. 
 
Para cuando se acaba el dinero y comienzan las canciones de Thalía y Jeans cambiamos de locación.
 
Los bares de destrucción están atiborrados. Están tan juntos que prácticamente sales de uno y entraste a otro. Recuerdo que alguna vez vi a una pareja teniendo sexo en la pista. El piso que en un inicio era blanco está lleno de manchas y se te pegan los zapatos al entrar. Siempre he creído que ahí van los que buscan algo fácil (y menor de edad).
 
Aunque la Secretaría de Seguridad Pública está a unos pasos de Amberes, es un secreto a voces que hay bares que funcionan hasta las siete de la mañana. Después de los lugares fresas siguen los de destrucción, pero cuando estos también cierran lo único que queda son los refugios para los que se resisten a la noche. Y si no… siempre está Garibaldi. 
 
Yo tengo cuidado de que en mi destrucción termine en algún Sanborns o Vips de 24 horas, con un café en mano y unas ojeras gigantes, pero a salvo, porque suele pasar que terminas en Ciudad
Azteca (otra vez), con las piernas enredadas en la chica que justo prometiste que no ibas a llamar y después perdida en el tráfico de alguna avenida extraña a las siete de la mañana. Pero claro, eso nunca me pasa a mí.

 

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