Si me muriera mañana, tendría jarros de agua para celebrar a los cielos secos y a los mares lejanos.
Si me muriera mañana, aventaría listones de colores y confetis al infinito y vería cómo los cielos, los horizontes y los paisajes me recuerdan y me sonríen pícaros y sin sonrojo.
Me convertiría en volcán y lava, en luz y serpiente, en abrazo y plumaje. En las cosas que siempre quise que vieran en mí y que sólo yo pude ver.
Si me muriera mañana, no tendría remordimientos, ni sollozos, ni penas que persiguen, ni culpas que aniquilen.
Tendría las manos abiertas y la verdad de la vida aún temblando en los labios. No callaría ni muerto. Nunca. Mi voz sería una parvada de zenzontles cantando mis historias. Tristes, felices, inolvidables, recurrentes, añoradas, odiadas, imperfectas, incoherentes, inverosímiles, aferradas y locuaces. Pero nunca callaría.
Si me muriera mañana, no cobraría peajes, ni reproches, ni saldos, ni un adiós sin razón. Dejaría todo por la paz. Si tan sólo pudiera redondear el viaje; me llevaría las gotas de lluvia que tocaron mis pestañas, los abrazos apretados, los vinos y las viandas, las noches de mar y de puestas de sol, los ricos y sutiles encantos de las miradas de mis amigos, de mis hermanos, de mis padres y los altares que elevé a la felicidad y al amor.
Me llevaría todo eso. Me haría un traje de luciérnagas, me llenaría de luz y me reiría de todo. De todos. Y más que nada, de mí mismo. Me reiría mucho. Muchísimo.
Si me muriera mañana, depositaría en la urna del olvido, lo que nunca sirvió. Lo que nunca me llenó y lo que con gusto desdeñé.
Si me muriera mañana, no cobraría deudas absurdas ni caricias negadas, ni perdones no otorgados.
Ay, si me muriera mañana, sería el más gozoso de los elegidos y sería el más feliz de los concedidos.
Si me muriera mañana, sería el más bello de los bellos, el más perfecto de los imperfectos y el más amado en mis propios y bendecidos momentos.
No pediría una lágrima por mí. Sólo reclamaría un recuerdo grato y un baile de colores, de viento, de música, de luces, de muchas tonalidades y de efervescentes sonrisas que no tengan fin. Sería el chofer otra vez en esa rama de árbol en el rancho de mi madre y anunciaría que estamos llegando a Valles.
Me acostaría en el corredor de mi abuela y cantaría tangos de Gardel en voz baja, escuchando el ruido de las ramas del viejo zapote al viento y absorbería el olor a tierra mojada.
Volvería a correr otra vez por el cerro de arena con mis hermanos y vería cómo nos reíamos de nada y de todo.
Dormiría otra vez entre los brazos de mi madre y escucharía a mi padre declamar y cantar bajo el embrujo del tequila y de las cervezas.
Comería, bebería y haría gala de las muchas pasiones que me acompañaron, y recibiría con gusto de nuevo los regalos de Navidad y de cumpleaños que tal vez no se repitan más. Abriría paquetes sorpresa y me reiría otra vez, como si fuera ayer.
Si me muriera mañana, no pido nada más que trascender en los corazones de los que me dieron su sonrisa, su complicidad y su enorme paciencia.
No pienso morirme ahora, pero no está de más pensar que pudiera morir mañana y que no pueda decir todo esto. Reflexión que llega ahora que cumplí 54 años este 25 de mayo.