Yo tengo mis propias fórmulas para curarme los olvidos, para dejar ir a mujeres como Janidé, mujeres con nombres raros y sonrisas que atrapan. Janidé se pronuncia Yanidé, debe aclarar siempre. ¿De dónde sacaron sus padres semejante nombre? Eso es una incógnita que al menos a mí me tiene sin cuidado. A mí lo que me interesaba era llevármela a la cama y que estuviera a mi lado el mayor tiempo posible, aunque no soy precisamente un campeón del optimismo. A ella la conocí de la manera más común: estiró la mano para tomar un libro de García Márquez, mientras yo casi lo agarraba. Ambos dudamos y, como el pinche caballero que suelo ser ante las mujeres contundentes, dije algo como “ooh, perdón” e hice un ademán de “tómalo”. Ella se resistió, como si un desconocido le estuviera invitando una copa, “no, cómo crees, tú lo viste primero”. Nomás faltó que propusiera un pin-pon-papas para ver quién se quedaba con el libro. Así que lo tomé del montón, pagué por él y luego se lo regalé a la chica. Volvió a hacerse la difícil o a fingir que las-niñas-no-aceptan-dulces-de-los-extraños. Hasta que confirmó que yo no aceptaría una negativa. “Gracias, eres muy lindo”, recitó como reina de un mundo habitado por las frases más gastadas. “No me agradezcas, mejor dime tu nombre”, sugerí. “Janidé, me llamo Janidé”, hizo una pausa, “se escribe con jota pero se pronuncia con y griega, por eso es Yanidé”. A mí no me sorprendió que una chica con esas caderas se llamara de manera algo exótica. En honor a la verdad, su nombre sonaba a teibolera. “Mucho gusto, Yanidé, me llamo Roberto y la primera erre se pronuncia con más fuerza que la segunda”, mi humor siempre ha sido rebuscado, pero ella se rió quizá por inercia. Me despedí. Se sorprendió de que no le pidiera su número telefónico, porque musitó algo como “oye, pero…” y yo sólo giré un poco para decirle adiós. El misterio es un afrodisiaco infalible. Lo que ella no sabía era que metí mi tarjeta en medio del libro. La descubrió casi de inmediato, aunque me llamó una semana después, “para no parecer muy ansiosa” según me confesó después.
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“Ustedes se casarán y se irán a vivir lejos, a un sitio con mucho sol y arena”, la escena sonaba como de película. La supuesta adivina notó mi indiferencia y se concentró en el entusiasmo de Yanidé: “Tu hombre aceptará un trabajo que los hará viajar mucho y tú tendrás una hija que se parecerá a ti”. Janidé me miró como si aquello fuera la promesa de ganarse el Melate. Ya antes le había contado mis ganas de irme a vivir a alguna ciudad como Praga, pero ella decía que estaría genial vivir en Egipto, nada más porque le encantaba su cultura. Con lo que no contábamos los dos era con mi insuperable capacidad para bombardear mis sueños. Cuando mejor me siento es cuando más dudas encuentro a la vera del camino. Decía mi psicóloga que me aterraba la posibilidad de ser feliz. Siempre he sido inestable, aunque no coincido con su diagnóstico final: “eres alexitímico”. Vale madres, cada vez encuentran nombres más rebuscados para la bipolaridad. A grandes rasgos me explicó que la alexitima es un trastorno asociado a las personas que han sufrido carencias afectivas en la infancia. Traducido: soy un analfabeto emocional. De allí, desmenuzó la doctora, “tu incapacidad de expresar emociones y valorar las de los demás. Por eso es que tienes dificultad para establecer vínculos amorosos”. También describió que “las personas con alexitmia son propensas a las relaciones destructivas y, en el peor de los casos, al suicidio”. Y para acabarla de joder, “canalizan sus emociones reprimidas hacia las adicciones, como el alcohol, el trabajo, el sexo”. Demasiada teoría para decir que soy un tipo duro, poco romántico y con tendencia a la depresión. Lo de los vicios no necesita justificación. Bebo y fumo porque me gusta, como me encantan las mujeres del estilo de Janidé, aunque al paso del tiempo comprenda que ninguna chica me hará un mejor hombre ni me reeducará sentimentalmente. Siempre he creido que el amor está sobrevalorado. Lo más romántico era cuando yo le leía alguna frase del tipo “aquella mujer eran tan solidaria como un pato de goma”.
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Con Yanidé me sentía como si tuviera membresía en una playa escondida: nos encantaba estar desnudos. Y el sol de la lujuria bronceaba nuestras caricias. Siempre que se miraba al espejo decía “creo que me vería mejor con senos más grandes”. Todo iba más o menos entre nosotros, hasta que ella se obsesionó con operarse los senos. “Quiero bubis nuevas”, estaba decidida. Yo odiaba que las llamara “bubis”, igual que detesto cuando alguien dice “mis nenas”. No quiero imaginar que un hombre le llame a su pene “mi chamaco” o “mi valedor”. En fin, que Yanidé me rogó mucho tiempo para que le apoyara con la operación. “No manches, esas cosas son para las aspirantes a actricitas secundarias”. Y encima de todo, argumenté, “es tan caro que si te compras un auto todavía te alcanza para enchularle el tablero con peluche azul”. No sé cómo carajos le hizo pero medio año después ella tenía busto nuevo y estrenaba pretendientes. Un año más tarde entró a trabajar como edecán de una marca tequilera. Cada vez teníamos menos tiempo para nosotros, así que mi alexitimia se encargó del resto. Nos separamos a sugerencia suya. De vez en vez extraño su desnudez cálida paseando por mi sala. Y Los Caligaris han hecho un himno de mi olvido: “Y me conformo con saber que seguís siendo esa mujer,/ que aunque ya no pienses en mí, todas las noches sonreís./ Y me consuelo al entender que, aunque te sufro en soledad, fui un escalón importante en tu felicidad”. Y las tormentas eléctricas en mi habitación me hacen sentir como un tonto que decora el desierto. Sólo algunas noches. Quizá debería regresar a terapia. Curarme los adioses con canciones de Sabina, sobredosis de poesía y besos salvajes de mujeres insanas. Quizá deba escribir poesía sobre mujeres que son tan solidarias como un pato de goma. Porque el suicidio nunca será opción. Ninguna mujer, ningún hombre, nadie, nadie vale tanto como para colgarse o lanzarse del puente. No, en definitiva, el amor está sobrevalorado. En realidad el amor es como un pato de goma: se ve lindo, lo quieres tener entre tus manos, te entretiene un rato, pero luego de un tiempo sólo es un pato de goma.