Querido diario: Fernando me esperaba de brazos cruzados. Parecía un candado. La cena con su jefe era en un restaurante de la Roma. Era una mesa grande, en escuadra, en un privado, con mucha gente. Fernando se portó raro, primero atento y simpático, de pronto, frío, distante, casi grosero. Como comencé a sentirme ignorada, antes de que trajeran el postre, me paré, dije con permisito y me fui. Cuando iba a montarme en el coche, apareció Fernando y me tocó el hombro.
—¿Por qué te vas? —preguntó.
—Estoy cansada y me cagas.
El cabrón puso los ojos redondos como platos. ¿Quién se creía? Empezó a disculparse y darme la razón. Me explicó que su jefe era como su padre y que, durante la cena, le planteó la idea de un nuevo negocio. Algo grande, pero que significaría más trabajo, menos tiempo para él. Por eso se puso nervioso. Juró que no quiso ser desatento.
—Eso sí, también me habló de ti —dijo—, le encantaste. Hasta se le metió la idea de que vamos a casarnos.
—¿Y quién le metió esa idea?
—Yo no —dijo llevándose las manos al pecho y levantando los hombros—. Te lo juro.
Me sentí mejor, pero igual tenía coraje y ganas como de lanzarlo por un acantilado, pero me quedé callada. Sonrió y se acercó lentamente. Iba a besarme. No sé qué me pasaba. Estaba cediendo y cerré los ojos.
Pero me salvó la campana. Mi cel rompió el celofán. Atendí. Era Saúl, mi otro pretendiente. Quería saber de mí. Le dije que lo llamaría luego. Alejé amablemente a Fernando, quien me pidió disculpas nuevamente y me dijo muy seguro de sí mismo que ya hablaríamos. Me subí al coche y vi su reflejo en el retrovisor.
Encendí entonces el putiteléfono, lista para chambear. Entró una llamada de Osvaldo. Quería un servicio donde siempre.
Osvaldo es músico. Me ha dicho que para hacer que las musas de la música trabajen, nada mejor que buscarlas en la cama de una mujer que sepa besar. Digamos que coger lo inspira. Es delicioso hablar con él porque tiene muchísimos cuentos e historias, desde las más serias y conmovedoras, hasta las de fiestas de locura con borracheras interminables.
La felicidad y la tristeza del músico, que le ponen a la vida ese sazón que entra por los oídos y se clava en el corazón. Un día me dijo que nuestras profesiones se parecían: Lo que hacemos sirve para gozar o matar penas, además, la música, como el sexo, cualquiera puede intentar, pero para que guste, hay que saber tocar.
El caso es que después de dejar a Fernando, me encontré con Osvaldo en la habitación de un tercer piso. Yo estaba boca arriba, cubriéndome la cara con la almohada, con las piernas abiertas y a merced de su boquita húmeda y talentosa. Me lamía con entusiasmo, pero sin precipitarse. Primero el filito de los labios, con la punta, respirando su aliento cálido y húmedo sobre mi abertura. Sabía exactamente qué hacer y cómo hacerlo. Sus manos masajeaban mis senos, mientras él me hacía maravillas allá abajo. Mi clítoris se derretía en su boca, me hacía cosquillitas y quería abrir las piernas hasta dislocarme.
De repente me metió un dedo para acelerar el proceso y ahí sí empecé a retorcerme, como una conejita tratando de escapar de un depredador. Sentía latigazos de placer tan intensos, que se parecían al dolor y me obligaban a serpentear. Quería al mismo tiempo que parara el tormento y que siguiera construyéndome ese orgasmo fulminante que masticaba entre mis muslos. Me vine como si un estallido nuclear me hubiera calcinado el cuerpo. Vi blanco y sentí un placer intensísimo.
Cuando me tenía ya rendida y sonriente, jadeando aún el intenso orgasmo, se acomodó en la cama. Me quitó la almohada de la cara y encontró su mirada con la mía. Yo estaba empapada en sudor y un vapor interno como que me adormecía. Sonrió y me preguntó si me estaba gustando. Jadeando y con el cuerpo desvanecido, le dije que me estaba encantando.
Él se acostó a mi lado con las manos detrás de la nuca. Me acomodé sobre su pecho. Su mano entonces cayó sobre mis hombros y de ahí se trasladó pausadamente hacia mi espalda, deslizándose como una mantarraya en el fondo del mar. Me acarició con delicadeza y dulzura. Sentía sus manos duras y callosas surcar mi piel rociada en gotitas diminutas de transpiración.
Estuvimos así un buen rato hasta que me entraron las ganas de consentirlo. Escurrí la mano por su ombligo, bajando poco a poco hasta encontrarlo por encima del bóxer. Fue como si despertara de un sueño plácido para entrar a una realidad más plácida.
Le fui besando el pecho y lamiéndole el ombligo hasta encontrarlo cara a cara. Su instrumento estaba listo. Saqué el condón del empaque y se lo coloqué viéndolo verme. Entonces empecé con la terapia. Mis labios se deslizaron por su pene una y otra vez, mientras gemía de placer y se me hacía agua la boca. Le hice circulitos con la punta de la lengua y mientras se lo chupaba le masajeaba las canicas. Se corrió rápidamente, mientras gruñía y gemía complacido.
Se fue contento y, espero, inspirado. Me gusta pensar que de mis besos salió su música.
Manejé en el tráfico un rato y, cuando llegué a casa, allí estaba Fernando, con un arreglo de flores, esperándome con una sonrisa.
Hasta el martes, Lulú Petite