Además de aprender, a Irma Gelista Morales le gusta ayudar. Desde hace 12 años lo hace en el albergue La Quinta Carmelita, institución privada de adopciones en donde el DIF y la PGR colocan niños recogidos de familias problemáticas, violentas o con tendencia a la drogadicción.
La cruda realidad de estos pequeños le preocupa constantemente a esta mujer, cuyo perfil siempre se ha destacado por servir a otros.
“Siempre ocupaba mi tiempo libre en ayudar. Mi esposo era funcionario público y las esposas teníamos que hacer labor social. Así fue como aprendí tantas cosas, algo que todavía que me llena y me satisface mucho”, comenta Irma emocionada, quien lleva en las manos un nuevo tesoro de conocimiento: el libro de La Tía Tula, de Miguel de Unamuno.
Desde antes de que el destino la uniera con su esposo, a Irma le llamaba la atención la política. Escribía a los 18 años sobre este tema en una revista llamada Ráfaga. Más tarde, como auxiliar contable trabajó en la oficina en donde conocería a su marido, quien se sentaba en un escritorio junto a ella. Después de casarse y tener dos hijos, Irma entró al voluntariado cuando López Portillo era presidente.
Fue cuando entendió que aprender y ayudar son conceptos entrelazados para esta labor, la cual llevó a cabo durante 11 años.
Como parte del Voluntariado Nacional de la Secretaría de Programación y Presupuesto durante el sexenio de Miguel de la Madrid, Irma organizaba bazares para recolectar fondos, tomaba cursos de siembra, asistía a clases de oratoria y primeros auxilios, además de preparar frutas en conserva para vender.
Años más tarde, cuando su esposo se convirtió en funcionario de Ruta 100, Irma organizó la adaptación de camiones viejos como aulas de estudio para los niños, después del terremoto de 1985.
Más tarde, implementarían esta misma idea para convertirlos en tiendas móviles que viajaban a zonas de bajos recursos y vender los productos de consumo básico más baratos.
A la par, participaba cada año en la Colecta Nacional De la Cruz Roja, en donde diario llevaba cinco alcancías con monedas que recogía en la calle y afuera del metro.
Formaba parte de un grupo de señoras que además de recolectar, se juntaban para contar y separar todas las monedas.
“Esa era una labor titánica, pero lo que más me gustó fue entender que la gente es buena y la que menos tiene te da. No se da lo que te sobra, se da lo que tienes. Se comparte por satisfacción”.