El asesino de los caramelos

La roja 24/03/2017 05:00 Ricardo Ham Actualizada 18:44
 

El teléfono de la estación sonó con insistencia, su campana parecía lanzar timbrazos encolerizados; una pausada voz atendió la llamada, contrastaba  con la desesperación de la persona al otro lado del auricular, quien arrojaba una serie de palabras amontonadas.

Entre la rapidez y la confusión, el llanto escondido y entrecortado en esa voz, hacía pensar que se trataba de algo muy grave,  la calma jamás llegó después de la llamada.

Las palabras asfixiadas comenzaban a tener sentido, se acomodaban  anunciando algo que nadie hubiera esperado; el poseedor de la bocina era capaz de conjugar las palabras  muerte, violación, tortura, dinero y asesinato, sin que ninguna de ellas fuera forzada a entrar en la oración. Se escuchaban tan naturales, casi coloquiales, como si cualquier persona las usara  a diario  en una conversación telefónica. 

El rostro de confusión del policía se transformaba en facciones de incredulidad, el asco llegó junto con las historias de tortura y sadismo sexual, no había ninguna pesadilla en la memoria del policía que no se hubiera transformado en realidad durante la llamada. 

El oficial jamás volvería a ser el mismo, su vida y su mente no encontrarían la paz tras los minutos que pasó escuchando las atrocidades cometidas en el cuarto de torturas y la confesión de uno de los cómplices de los crímenes cometidos por Dean Corll, el asesino de los caramelos.

 Corll siempre llevaba consigo algunos caramelos en su  bolsillo, estaba seguro que algún pequeño podría acercársele para pedirle alguno, le fascinaba la forma en que estaban envueltos: un pequeño nudo a los extremos y el plástico jamás se separaría; para Dean, el envoltorio era tan perfecto que lo replicó en los tres años que duró su carrera como asesino en serie, en la que alcanzó la suma de al menos  27 asesinatos.

La historia criminal de Dean no podría entenderse sin la participación de dos jóvenes cómplices: David Owen y Elmer Henley, de 13 y 19 años respectivamente, cuya misión era la de conseguir a otros jóvenes y llevarlos a la casa de Corll; él, por su parte, pagaría 200 dólares y compraría ropa y comida a David y a Elmer. 

El trío funcionó de maravilla los tres años que duró la complicidad, en ese lapso Dean introdujo a decenas de víctimas al cuarto de torturas, donde  las violaba, les introducía varillas por el ano, arrancaba todo el vello púbico e incluso las castraba, con lo que cumplía sus fantasías homosexuales reprimidas por muchos años.

Pero el exceso de confianza de Corll le jugó una mala pasada, una noche de bebida y excesos, Dean y Elmer Hean-

ley pusieron fin a sus homicidios.  Elmer llegó a casa de Corll junto con su novia, además llevaba una nueva víctima, esperando que esta vez Corll pagara de inmediato los 200 dólares tantas veces prometidos.

Tras una  tarde de drogas y cerveza, Dean decidió realizar un triple homicidio, sometió a los tres jóvenes, pero Elmer suplicó que le permitiera participar en el asesinato, Dean aceptó y lo dejó a cargo de las otras dos víctimas, mientras él traería algunos “juguetes”, a su regreso recibió  tres impactos de bala en la cabeza, Heanley le disparó para salvar su vida. Tras ultimar a su viejo amigo, Elmer llamó a la policía e inició una larga confesión que incluía el homicidio de Dean Corll.

Algunos de los  cadáveres eran sepultados en un granero junto al cuarto de tortura;  los cuerpos  eran espolvoreados con cal y envueltos en plástico, y les ataban de los extremos, lo que a la distancia los hacía parecer “caramelos”.

 

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