La envidia es una emoción que, con bastante frecuencia, se mantiene en secreto. “Siento envidia de cómo se lleva mi vecino con sus hijos” o “qué envidia me da que Fernanda esté tan delgada”. No vamos por ahí admitiendo ese tipo de cosas. Son verdades que difícilmente escucharemos a alguien confesar. Es más, algunos sólo son capaces de comunicar su sentimiento de envidia a quienes sienten la misma rivalidad o rencor.
Sentir envidia está prohibido. Es un sentimiento que alejamos de la mente en cuanto aparece. Ni qué decir del cuerpo: nos negamos el contacto con las sensaciones que surgen con la envidia.
De sentir envidia nadie se salva. Sin embargo, por mucho que intentemos sacarla de nuestra vida, la envidia está ahí, en la vida de todos. Es como una persona desconocida con quien, de tanto en tanto, nos encontramos. Más vale conocerla y reconocerla. Si nos familiarizamos con ella, quizás dejemos de verla como amenazadora, terrible, prohibida. Entonces se vuelve más manejable y, sobre todo, deja de tener una influencia en nosotros. Cuando aceptamos que a veces nos sentimos celosos de los logros ajenos, la envidia deja de afectarnos tan fuertemente como lo hace cuando la rechazamos.
Hay que aceptarlo, a veces sentimos envidia por cómo les va incluso a personas cercanas: un querido amigo, un familiar, una hermana. Javier García Campayo y Marcelo Demarzo, en su libro Mindfulness: curiosidad y aceptación, nos explican cómo dos creencias equivocadas nos impiden alegrarnos cuando a otros les sonríe la vida.
Primera creencia: “El número de cosas buenas que ofrece la vida y la ‘cantidad’ de felicidad existente en el mundo son recursos limitados”. Asumimos que en algún momento lo bueno y la felicidad se van a agotar, como si fueran boletos para un concierto o platillos en un banquete. Pensamos que cuando a otros les toca algo de esa dicha, suerte o habilidad, la probabilidad de que nos toque a nosotros disminuye. Y actuamos así, con cada persona a la que le va bien. Es comprensible, con esta forma de pensar, que terminemos en pánico porque en algún momento eso que deseamos se va a acabar. Perdemos de vista que en el mundo hay suficiente para todos.
Segunda creencia: “Es injusto que lo bueno o la felicidad les llegue a otros, cuando nosotros hacemos un gran esfuerzo por conseguirla”. Pensamos que merecemos obtener aquello por lo que trabajamos tan duro. Y, en efecto, todos lo merecemos. Sólo que la vida no siempre nos da lo que deseamos cuando lo deseamos. Es difícil medir el esfuerzo de cada uno. ¿Cómo podríamos hacerlo? ¿Cómo podría afirmar que mi esfuerzo por bajar de peso ha sido mayor que el de mi vecino, quien ha perdido diez kilos en seis semanas?
¿A quién beneficia la envidia? La envidia a veces nos lleva a desear que la persona envidiada no sea feliz. En este caso, valdría la pena preguntarnos: “¿En qué me beneficia que el otro sea infeliz? Si en el mundo hay suficiente amor, trabajo y buena suerte para todos, y si merezco lo bueno de la vida, ¿por qué no habría de conseguir eso en algún momento? Quizás no ahora, pero más adelante.
Una alternativa a la envidia es practicar la alegría compartida, que consiste en alegrarnos por las cosas buenas que les suceden a otros. Se trata de un ejercicio de bondad, generosidad y desprendimiento. Si hay mayor alegría en el mundo, ésta se extenderá hacia mí y los otros, como las ondas del sonido o del agua cuando cae una piedra.
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