Querido diario: Me habló al caer la tarde y me preguntó por el servicio. Se lo expliqué sencillito: trato de novia, besitos y cariñitos ricos, todo el sexo vaginal y oral que se te antoje, siempre con condón, por hora. Me preguntó si estaba disponibe en ese momento y si podía verlo. Se lo dije y comentó que estaba cerca del motel y que no podía resistirse a la tentación.
Lo que no le dije, fue que yo ya estaba en el motel, despidiéndome de otro cliente, cuando entró su llamada, así que bajé a mi coche y allí lo esperé. Poco después, alguien se estacionó al fondo, era un hombre alto y bien vestido, con un toque sexy. Algo me dijo que era él.
Casi siempre es un misterio saber quién te abrirá la puerta, pero imaginar que sería ese hombre, despertó en mi cierta calentura, empecé a mojarme sólo de imaginarme con él. En pocos minutos entró el mensaje: “Llegué. Habitación 404”.
Respiré y me miré al espejo. Me acomodé el cabello, retoqué mi labial y salí; me dirigí al elevador, subí a su piso. Caminé por el pasillo y paré en la puerta 404. Toqué .
Me abrió un hombre alto, esbelto, con mentón de superhéroe. Su cuello me resultó sumamente seductor y sí, era el chico del estacionamiento.
—Un placer conocerte, Lulú —dijo.
No sé qué me pasó, pero al verlo, tan cerquita, tan cachondo. No respondí y salté a sus labios robándole un beso, como si yo fuera una amante devota y el un soldado que regresa de una larga ausencia.
Se acercó como si levitara y me tomó por la cintura. Pegó su entrepierna a la mía y me apretó suavemente. Pareció eterno, pero seguramente duró apenas unos segundos. Se inclinó y buscó mi boca con la suya. Mis labios se despegaron unos milímetros y recibieron los suyos. Su tacto cálido, su roce jugoso y carnoso, su respiración apacible y contagiosa, me hicieron entrar en onda de inmediato.
Respiré hondo y su aroma me inundó por dentro. Emanaba algo tan varonil que me resultaba irresistible. A partir de este momento todo se transformó en velocidad e intensidad. Mis instintos me llamaban, así como sus urgencias.
Me desvistió ágilmente, mientras yo escurría las manos por debajo de su camisa. Su pecho era suave, sedoso como todo su cuerpo. En los surcos de sus músculos encajaban mis dedos cuando lo acariciaba y lo aruñaba, apresando parte del deseo bestial que me movía. Lo besé en todas partes, rozando con mi rostro su pecho, su cuello.
De pronto estábamos en la cama, entregándonos a una pasión oportuna. Terminé de sacarle el bóxer y se colocó encima, proyectando su figura de semidios caído del Olimpo sobre mí. Maravillada por su presencia, creo que me sonrojé, porque justo en ese instante sentí un cosquilleo caluroso por todo el rostro.
En eso se abalanzó con más besos cachondos, mordisquitos en la oreja, lamidas de cuello y cariños furtivos. Prestó especial atención a mis pezones, sensibles y dispuestos como botoncitos de chocolate para su deleite.
Mis carnes, mis curvas, cada curvatura de mi cuerpo tembloroso se entregaba a sus designios. Era como si ambos, desnudos y sin mediar más palabras, se conocieran de toda la vida.
Cuando me lo empujó hasta el fondo, dejé escapar un gemido quejumbroso del más puro placer. Estrujé la sábana y me mordí los labios con los labios apretados.
Mis tetas brincaban con cada uno de sus movimientos. Me lo empujaba tan rico que me había quedado sin palabras. Humedecida por completo, me entregué a su vaivén, a sus arremetidas de toro salvaje. Lo abracé por el cuello y balbuceé algo que ni yo entendí.
Roberto se fajó como un profesional y por varios segundos me hizo olvidar que era él quien me había pagado a mí.
En eso empezó a batirme de lo más rico, meciéndose y encajando su cadera con toda su potencia viril. Enloquecida, abrí más las piernas y me agarré a su espalda como si se tratara de un salvavidas.
No pude aguantarlo más, ni él tampoco. Acabamos al mismo tiempo, como un par de desenfrenados volátiles que se consiguen en una espiral de éxtasis. Cuando cosas así suceden, cuánto amo mi trabajo.
Hasta el martes, Lulú Petite