Querido diario: Quedé acorralada entre su cuerpo desnudo, que me embestía desde atrás, y la fuerte cabecera de la cama hecha de madera. Supe que era fuerte porque resistió mis arañazos y empujones, y vaya que fueron varios, si el hombre a mis espaldas se estaba enseñando conmigo de una manera fantástica. Tras la cabecera, una tenue luz azulada, da al encuentro un tono más cachondo y perverso, como de putero.
Me tenía en una posición intermedia, con las rodillas dobladas sobre el edredón azul, y el culo paradito en su dirección de manera que penetrarme no se le dificultara en absoluto. Y es que no, si me tenía tan mojada que su miembro se deslizaba dentro y fuera de mí con una facilidad deliciosa.
Los dos jadeábamos y nos gruñíamos como animales en pleno combate, mientras él empujaba contra mis caderas sin tregua, como buscando destruirme a punta de gemidos. En la agonía del placer me di cuenta que me tenía agarrada por el vientre, y de inmediato recordé lo mucho que me habían gustado sus manos grandes la primera vez que las vi.
Me gustan las manos grandes y varoniles, de dedos largos y gruesos, tan diferentes a los míos. Los de él se sentían calientes y rústicos contra la piel tersa de mi estómago, lo que me inspiró a soltarme de mi agarre de lince alrededor de la cama para buscarlos, justo debajo de mi ombligo. Me traje su mano a la cara y lo oí musitar alguna palabrilla cargada de placer y aprobación, pero no dijo mucho más porque su voz se deformó en un jadeo. Yo sonreí, y él palpó esa sonrisa con la yema de los dedos. Me hizo una caricia en la mejilla que contrastaba con la rudeza con la que me estaba cogiendo, y acto siguiente apoyó esa mano en mi hombro para clavarse en el espacio caliente entre mis muslos con un ímpetu reavivado. No me quedó más que sacar ese gemido que me quemaba la garganta, y agarrarme, torpemente, a la cabecera con los dedos abiertos.
—Ahora vienes conmigo—, me dijo con un resoplido cuando ya mis piernas comenzaban a temblar. Toda yo me estremecí en el instante que me separó de la cabecera de la cama y se echó hacia atrás, conmigo arriba, de manera que quedé recostada sobre su pecho inquieto con una sonrisa floja en la boca. Qué bien se sentía ahora este vaivén lento con el que me hacía el amor, podía sentirlo jadear en mi oído cada vez que esforzaba la pelvis hacia arriba y obtenía su recompensa. Me acarició las tetas con la delicadeza de un caballero, en círculos, y lo oí reír complacido cuando suspiré y le pedí más de aquello.
—De aquí no me muevo entonces—, murmuró, y yo le pedí que no, por favor. Estaba muy cómoda sobándome la cara interna de los muslos, como para apaciguarme, sin atreverme a darme en el clítoris porque con lo sensible que me hallaba era seguro que iba a venirme en cualquier momento. Y, por esta vez, quería esperar un poco.
—Quiero verte a los ojos cuando me venga—, le confesé divertida, y me mordí el labio inferior. Tengo que admitir que lo extrañé tanto en mi pecho como entre mis piernas, cuando finalmente me di la vuelta para acomodarme a horcajadas arriba suyo. Yo me acomodaba sobre él, clavándome su erección, bien arropada con un preservativo, me la metí despacito y luego comencé a moverme. Él levantó la cadera y siguió bombeando con potencia, cuando sentí su pene hincharse y disparar su simiente llenando el condón, gemí, un orgasmo fulminante me cruzó las vértebras y me llevó al cielo.
Ah, qué cosas maravillosas pueden surgir de una llamada.
Hasta el martes, Lulú Petite