Querido diario:
Tengo un cliente que me ve una vez al año. Siempre en diciembre. Vive en Nueva York, pero nació en el DF y cada año, llueve, truene o relampaguee, viene a su ciudad a pasar con su familia desde la Nochebuena hasta el Año Nuevo. El 1 de enero toma el primer avión que encuentra disponible y vuela de regreso a la Gran Manzana y a su rutina en una de esas empresas trasnacionales de miles de millones de dólares.
Me parece conmovedor que con 20 años viviendo en la capital del mundo y con recursos para pasársela de maravilla allá, nunca ha dejado de venir con sus papás y hermanos la última semana de diciembre. Tiene 42 años. Se fue para allá a los 22 con más proyectos que certezas. Ahora su trabajo y entusiasmo lo tienen en una buena posición.
Cada año, entre el 24 de diciembre y el 1 de enero recibo su llamada. Nos vemos en el mismo hotel y siempre me paga tres horas. Cuando lo conocí me preguntó si podía pagarme en dólares, acepté tomándole cada uno a 10 pesos. No lo engañé, él sabía el tipo de cambio, si me pagaba así era porque prefería ahorrarse la fila en vez de ahorrarse la lana. Odia las casas de cambio.
Has de comprender que, en un negocio como el mío, una llamada de un cliente así, que paga tres horas de un hilo y a un tipo de cambio favorable, es como un anuncio de aguinaldo, así que apenas me llama, me pongo lo más bonita que puedo y voy a consentirlo.
Nos vemos poco, pero nos la pasamos de lujo. Además, el internet ha ayudado a que, aunque la distancia es mucha, nos mantengamos al día. Escribe a menudo notas breves en mi Twitter, lee todos los martes y jueves esta colaboración y me manda correos contándome de sus cosas. Cuando nos vemos, estamos tan al día, que simplemente es como si continuáramos una conversación.
Me sorprendió que, a pesar de venir de tan lejos, trajera una copia de mi libro para que se lo autografiara. Es un hombre apasionado. Generalmente, con él, antes del sexo la conversación es breve. No porque tengamos pocas cosas que decir, sino porque invariablemente llega de lo más caliente.
Apenas habíamos platicado un poco, cuando me tomó de la cintura, me acercó a su cuerpo y me plantó un beso que todavía me palpita en los labios. Buscó mi lengua con la suya, metió su mano por debajo de mi falda, me apretó el trasero, me jaló hacia su cuerpo, haciendo que mis senos, mi abdomen y mi sexo se embarraran con su anatomía ansiosa y severa. Es un hombre con mucha seguridad y, en el sexo, como en muchas otras cosas, sabe bien lo que hace.
—Te voy a coger ya, me advirtió al oído.
Me ha dicho que parte de lo que le gusta de estar conmigo es el chance de poder volver a hablar y, sobre todo, volver a tener sexo en su idioma.
—No lo creerías, me ha dicho con una solemnidad de juez de la Suprema Corte, pero son tan diferentes los gemidos, las expresiones, los movimientos, la comunicación cuando te estás cogiendo a una gringa.
Quién lo viera, pero asegura que está hasta la madre de los fockmis, de los yeahs, de los givmimors, que realmente se le bota la hormona cuando escucha en la cama el sexo en su idioma. Claro, Nueva York es tan diverso, que encontrar alguien con quien coger y que además hable español debe ser pan comido, lo que está más canijo es que la chava le guste y que el tipo de español sea el de su ciudad.
Dice que, en principio, por eso me llamó.
—Te voy a coger ya, me repitió al oído, apretándome con más firmeza las nalgas, metiendo el pulgar por la lencería y bajándola despacio, hasta ponerse de rodillas y sacármela por completo. Entonces, me levantó un poco la falda y clavó su cara entre mis piernas. Aspiró profundamente.
—Hueles bien, me gusta, dijo antes de pasar su lengua por mi sexo, haciéndome perder un poco el equilibrio por el cosquilleo que recorrió mi espina dorsal. Me agarré de su cráneo para no caerme.
Se puso de pie y me dio un beso en los labios, de nuevo un beso intenso, pasional, bien dado. Tomó del tocador un preservativo, se sacó el miembro y casi sin dejar de besarme se lo puso él mismo con un par de movimientos precisos y allí, de pie y contra el tocador, me levantó el vestido y me clavó su falo con fuerza. Sentí una punzada como de lanza y después el placer. El movimiento, la penetración, los jadeos. Cerré los ojos y disfruté de ese buen sexo.
El 1 de enero salió su vuelo de regreso a su vida en Nueva York: rascacielos, multinacionales, el ombligo del mundo. Antes, entre sábanas, me contó de su trabajo, de sus novias, de que se resiste a sentar cabeza, me preguntó por cómo llevo lo de Mat, por cómo va mi libro, por mis planes y propósitos para el 2014. Nos despedimos deseándonos, como siempre, que nuestro año esté lleno de orgasmos.
—Nos vemos el año que entra, me dijo antes de despedirse.
—¿Seguro? Yo creo que un día te cansarás de venir o te encontrarás una novia que no te deje. Dicen que no hay mejor lugar en el mundo para recibir un nuevo año que Nueva York.
—Dicen muchas cosas, pero yo aquí te veo el año que entra.
—Está bien. Me gusta creerte.
—Nunca he fallado.
—Siempre hay una primera vez.
—Mientras acá estén mis papás, mis hermanos, mis sobrinos, acá estaré. Nueva York no se pone triste si no me ve en su mesa, ellos sí; además NY va estar allí siempre; la gente que quiero, no sé hasta cuándo.
No pude más que darle la razón, un abrazo y un beso, deseándole un maravilloso año.
Hasta el martes