Querido diario:
Resulta que la del viernes fue una noche loca. Me llamó un cliente a eso de las nueve y media:
—Hola, saludé.
—Hola, por favor con Lulú, respondió como si hablara con la operadora en una especie de conmutador puteril.
—Soy yo, respondí.
—¡Hola Lulú!, es que quiero verte, cuéntame, ¿cómo está la onda?
—Pues mira: cuesta tanto, hay besitos, caricias, sexo oral, vaginal, no hay anal, todo es con preservativo y nos podemos ver en los moteles de la zona de Patriotismo y Viaducto.
—¡Zas!, me parece bien, respondió. Estoy en la habitación 201 del Villas, ¿está bien?
—¡Claro! Voy para allá.
—No, pérate, pérate, interrumpió, ¿te puedo pedir un favor?
—¿Cuál?, pregunté. En este negocio no puedes decir que sí a nada sin saber qué estás aceptando.
—¿Puedes caer como a las 12 de la noche? Es que estoy viendo el fut y pues, si vienes ahorita la neta no me voy a concentrar.
Era viernes. Aunque Iván estaba fuera de la ciudad, tenía planes de salir con David y los amigos de la escuela, pero quedamos de vernos a las 11 y son de fiesta larga, así que terminando de chambear los podía alcanzar en el antro.
Lo cierto es que a las 12 de la noche casi no atiendo, menos los viernes. A esa hora muchos ya están ebrios y lidiar con un cliente alcoholizado es difícil. A veces no logran que se les pare, pero ahí te quieren tener toda la hora intentando. Te juro que ni con una flauta hindú, por eso yo como La Cenicienta: después de las 12 de la noche la magia se me vuelve calabaza y a la burguer, el changarro se cierra.
Pero este cuate me daba buena espina. Ya estaba en el motel, se oía sobrio y parecía buena onda. Tengo un sexto sentido con las personas al teléfono, casi siempre le atino y éste me pareció lindo.
—Ok, nos vemos a las 12, dije.
Si eres de los que piensan que en mi trabajo una cita comienza cuando entro a la habitación, estás en un error, en ese momento sólo empieza a correr el tiempo que voy a estar colgada del guayabo. Una cita siempre comienza cuando el cliente y la chica se ponen de acuerdo. Puede ser una llamada telefónica, un correo electrónico o un mensaje de texto. Cualquier forma para confirmar lugar, hora y número de habitación.
Al ponernos de acuerdo comienza el verdadero ritual sexual de una buena prostituta. Para poder cobrar bien es indispensable que ofrezcas lo mejor. De hecho, la primera vez que el cliente hace que me desnude no es cuando me va a coger, sino para ducharme. Un cliente siempre merece que la chica con la que se va a acostar vaya recién bañadita, oliendo a limpio.
Una profesional sabe que el maquillaje es fundamental. Nada exagerado, si el cliente quisiera un payaso iría al show de Platanito, debe ser maquillaje sutil y de buen gusto, pero sobre todo, del que no deja manchas en la ropa.
Después el uniforme: en una época donde las estrellas de Disney cuelgan encueradas sobre bolas para demolición o bailan perreo en plena entrega de premios internacionales, una puta profesional debe distinguirse por no parecerlo. Debes verte sexy, pero discreta. La buena ropa estimula mucho más la imaginación del cliente que el típico vestuario con microfaldas y escotes descarados.
Tengo en mi armario varios uniformes. Se parecen entre sí, pero tienen en común que, sin dejar de ser sexys, no me hacen parecer prófuga de Sullivan.
Para atender a este cuate me puse un vestido azul, tomé mi bolso y chequé que no faltara lo indispensable: teléfono, condones y lubricante. Salí de casa a las 11:30. La ciudad estaba tranquila y llegué al Villas de volada.
Subí al elevador del sótano directo al segundo piso. En el ascensor me di una última retocada. Labios, cabello. Caminé hasta la habitación 201. Toc, toc, toc.
Me abrió la puerta un chavo de treinta y pocos, moreno, de complexión mediana, con cara de encabronamiento.
—¿Qué tienes?, pregunté instintivamente.
—Nada, responde, es que los Xolos le ganaron al América.
—Ah, qué mal, respondí, solidaria con su dolor.
—De haber sabido... dice aún con cara de enojado.
—¿Qué?, pregunto.
—Pues te habría pedido que llegaras antes, ¿quién quiere ver perder a su equipo? Contigo al menos me habría valido madres que les ganaran.
—Pues todavía es tiempo de que te valga madre, le dije ofreciéndole los labios. Sonrió, me puso las manos en las nalgas y aceptó mi oferta besándome la boca. Sabía fresco, a pasta de dientes.
Pasamos a la habitación bromeando, él apagó la televisión donde todavía los comentaristas analizaban el trancazo que los tijuanenses acababan de acomodarle al excampeón. Se volteó hacia mí y sonrió. Al ver esa sonrisa amplia, sus ojos chispeantes haciéndose chiquitos, y esas rayitas únicas en su nariz, lo reconocí sin duda. ¡Era Chucho! Me quedé de a seis; cuando él me miró también detenidamente y poniendo los ojos redondos como platos me disparó la pregunta:
—¿Eres tú?, dijo, agregando mi nombre verdadero. ¡Sacarrácatelas!
Hasta el jueves
Lulú Petite